Fernando  Bravo Alarcón

La duda y el escepticismo son actitudes bastante arraigadas en la naturaleza humana. Necesarias en algunas ocasiones, como cuando se desconfía de las afirmaciones sin respaldo empírico, llevadas al extremo resultan tanto pintorescas como peligrosas. Están, por ejemplo, quienes ponen en tela de juicio la redondez de la Tierra, pero también los que niegan el Holocausto o los que no creen que el tabaco predisponga al cáncer. En las últimas décadas, mientras se constituían potentes bases científicas en torno al calentamiento global, hicieron su aparición posiciones y escépticos dispuestas a echar dudas sobre el consenso climático.

Así, desde aquellos que niegan rotundamente el hasta los que no aceptan ninguna responsabilidad humana en sus orígenes, existe una gama de posiciones que impugnan los llamados de atención que científicos, instituciones, medios y líderes de opinión plantean frente a inéditas olas de calor, inclemente desaparición de glaciares, frecuentes incendios forestales e inesperados episodios de El Niño.

Muy activos, punzantes y organizados en países de altos ingresos como EE.UU., Australia, Inglaterra, España o Nueva Zelanda, los negacionistas climáticos se manifiestan a través de políticos derechistas, científicos disidentes, empresarios de la industria de combustibles fósiles y ‘think tanks’ afines. A veces con ásperos modales, otras algo más tolerantes, estos personajes han logrado articularse con partidos y movimientos conservadores, cuya plataforma política y mediática les ha sido bastante funcional. La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca fue quizás el mejor momento de los “contrarians” climáticos estadounidenses, tan dispuestos al anti intelectualismo como a la posverdad. Un sector de ellos no ha tenido reparos en usar estratagemas para atacar a lo que llaman una “mentira del socialismo” o un “invento de los chinos”: investigaciones periodísticas del 2012 revelaron financiamientos poco transparentes orientados a desmentir los reportes del Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Dado lo abrumador de los datos y evidencias, hoy tienen más dificultades para sostener su narrativa.

En América Latina, la presencia de negacionistas climáticos en el poder parece ser marginal y acaso políticamente incorrecta. Una excepción fue la gestión de Jair Bolsonaro en Brasil, en la que se registraron actos de hostigamiento contra líderes ambientalistas y un gran descuido por la Amazonía. Para el exmandatario brasileño, el ambientalismo y el consenso climático habrían formado parte de la agenda del “marxismo cultural para dominar la economía global”. Es posible que la presunta vinculación entre el consenso climático y sectores progresistas haya empujado a algunos políticos a identificarse con el negacionismo por razones ideológicas.

En el Perú no existen alineamientos orgánicos con estas posiciones, o al menos no se hacen evidentes: en un territorio altamente expuesto a fenómenos naturales que podrían intensificarse por causa del cambio climático, no sería muy popular transparentar posturas escépticas. Sin embargo, en el 2018, cuando el Congreso aprobó la Ley Marco sobre Cambio Climático, durante su debate un grupo de legisladores no solo cuestionó parte de su contenido por considerarlo “ideológico”, sino también apeló al argumento de culpar a los grandes emisores de gases invernadero en el mundo, olvidándose de los contaminadores locales.

Otra coyuntura semejante fue el rechazo al Acuerdo de Escazú por parte de varias bancadas parlamentarias, las que lo evaluaron como una imposición de ONG anticapitalistas. No hay que descartar que algunos sectores de izquierda busquen instrumentalizar políticamente las causas ambientalistas y climáticas.

Aunque estas actitudes no constituyen una posición negacionista propiamente dicha, evidenciaron al menos dos rasgos: de un lado, la convicción de que el calentamiento global es un espacio de disputa ideológica que ha sido apropiado por sectores progresistas; y del otro, los temas climáticos son responsabilidad de los países ricos, por lo que no deben convertirse en obstáculo para el crecimiento económico y el desarrollo del país.

No obstante, que en el Perú haya una virtual ausencia de negacionistas declarados no significa que mayoritariamente existan políticos y tecnócratas plenamente convencidos y comprometidos con el consenso climático. Más bien ocurre que sus discursos de aparente compromiso ambiental no son lo suficientemente decididos ni aplicados a plenitud. Quizás el negacionismo local no sea radical ni ruidoso, pero sí sutil y velado: participar en cumbres del clima y promover normas ambientales solo de corte declarativo no asegura políticas climáticas firmes y resueltas. Se trata de lo que el filósofo francés Bruno Latour etiquetó como “quietismo climático”: aquellos que tienen responsabilidades públicas confían en que al final, sin hacer mucho desde el poder, todo terminará por solucionarse. Apoyar el consenso climático “a media caña” resulta ser funcional a cualquier forma de negacionismo militante.

Fernando Bravo Alarcón Es sociólogo de la PUCP