“Estoy cansada, triste y contenta”, dijo Diana Sofía Martínez a líderes políticos y representantes de la comunidad internacional en Bogotá para conmemorar el mes pasado el quinto aniversario del fin de un conflicto que marcó su vida y la de muchos colombianos.
Su padre, Edwin, un electricista, fue secuestrado en el 2002 por el grupo guerrillero de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, conocido como las FARC. Sigue desaparecido.
“Estoy cansada de toda la burocracia y los protocolos”, continuó. “Estoy triste porque siguen ocurriendo desapariciones. Y estoy contenta porque, a pesar de tanta adversidad, todavía estamos aquí soñando y nos apoyamos en una esperanza infinita”.
Sus conmovedoras palabras transmitieron la esperanza de muchos colombianos cuando las FARC acordaron entregar sus armas a una misión de las Naciones Unidas hace cinco años. Sus palabras también reflejan las frustraciones que enfrentan ahora.
Se suponía que el acuerdo, alcanzado después de cuatro años de minuciosas conversaciones, abordaría las causas fundamentales del conflicto: la pobreza, las desigualdades brutales en el campo y la ausencia de servicios gubernamentales. Su promesa sigue sin cumplirse.
Con más del 80% de los colombianos viviendo en ciudades, donde la clase media se ha vuelto más grande y más alejada de las preocupaciones rurales, fue fácil para muchos pensar poco en el conflicto armado, que se libró en regiones remotas y aterrorizó principalmente a los pequeños agricultores. El acuerdo nunca tuvo un amplio apoyo popular: la participación fue solo del 37% cuando se sometió a votación en el 2016, y el 50,2% votó en contra (el Congreso aprobó más tarde un acuerdo revisado).
No es que los colombianos no quieran la paz. Sin embargo, existen serias diferencias entre las necesidades de las personas en las partes del país donde prosperan los grupos armados y las economías ilícitas, y las necesidades de las personas en las partes donde las luchas diarias (desempleo, delincuencia común, corrupción) son más típicas en las naciones latinoamericanas en donde hay paz.
Algunas de las disposiciones del acuerdo han avanzado. Por ejemplo, cerca de 13.000 exguerrilleros se han integrado a la vida civil y están participando en el sistema político. Un tribunal especial y una comisión de la verdad están brindando algo de justicia a las víctimas. No obstante, las promesas clave para abordar las causas fundamentales del conflicto, como una mayor presencia del Gobierno en las zonas rurales para apoyar a los pequeños agricultores y ofrecer alternativas al cultivo de coca, no se han cumplido.
El gobierno del presidente Iván Duque nunca ha proporcionado fondos suficientes para las provisiones rurales. La Contraloría General de Colombia estima que, al ritmo actual de gasto, se necesitarían 26 años para cumplir con los compromisos del acuerdo. El esfuerzo central del acuerdo para llevar al Estado a zonas de conflicto ha recibido apenas una séptima parte de su presupuesto previsto para 15 años, según la estimación más generosa.
¿Puede Colombia darse el lujo de abandonar su lucha por la paz? Por supuesto que no. Es horroroso incluso contemplar el regreso a un conflicto que cobró más de 260.000 vidas, desapareció a 80.000 personas y desplazó a ocho millones de sus hogares.
Habrá elecciones presidenciales en mayo. Para acelerar la aplicación de los acuerdos, el nuevo presidente deberá superar la resistencia de quienes no estén dispuestos a reducir sus privilegios. El gasto debería duplicarse, a casi US$3 mil millones por año, como se prevé en los propios planes de inversión del Gobierno. Por último, el nuevo líder del país deberá dejar en claro a los habitantes de las ciudades, quienes son los que han apoyado menos el acuerdo, que ellos también se beneficiarán de un territorio pacífico y bien gobernado.
Los amigos internacionales de Colombia, especialmente los Estados Unidos, deben brindar mayor asistencia financiera para el desarrollo rural y brindar más apoyo para encontrar a los asesinos de líderes sociales y excombatientes, y hacerlos responsables.
Las muchas víctimas de Colombia deben poder dejar de sentirse “cansadas y tristes”. Merecen la oportunidad de que sus esperanzas se cumplan.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times
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