(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Paredes

El verano pasado sufrimos los embates de dos shocks: El Niño costero y el escándalo Lava Jato. A pesar de la inmensa fuerza destructiva del primero, la economía peruana está siendo mucho más afectada por los destapes de corrupción que implicó el segundo. Con el tiempo, comprobamos que las malas prácticas no estarían limitadas a una sola compañía, sino que habrían caracterizado el comportamiento de un gran número de empresas de la industria de la construcción en nuestro país. ¡Qué pena!, porque existen decenas de miles de trabajadores capaces y honestos que trabajan en ellas y que hoy sufren las consecuencias de las malas decisiones tomadas por unos pocos.

Sin embargo, el problema no termina con las decenas de miles de familias que dependen del sector construcción. El problema es sistémico y no solo afecta a esta industria, sino también a sus empresas proveedoras y a los trabajadores que en ellas laboran. Al respecto, el (MEF) estima que, de solo paralizarse las nueve empresas constructoras más grandes y sus proveedores, se perderían más de 50 mil empleos formales. Por otro lado, esa institución también ha estimado que los proyectos de inversión pública y de APP ya asignados a empresas vinculadas o investigadas por actos de corrupción equivalen a más de S/30.000 millones en inversión (una cifra superior a 4% del PBI y equivalente a casi un quinto de la inversión total estimada para este año).

Pero allí tampoco termina el problema. El sistema financiero tiene una exposición con estas empresas de S/11.500 millones, por lo que el 4,3% del total de créditos del sistema bancario podría súbitamente deteriorarse (las cifras son mucho mayores al incluir los créditos a los proveedores y a los trabajadores de las empresas involucradas). Si estos créditos devienen en impagables, entonces cerca del 40% del patrimonio de los bancos desaparecería y con ello entraríamos en una severa crisis financiera: algunos bancos quebrarían y el corte de la cadena de pagos sería muy grave. Adiós recuperación económica. El problema es demasiado grande como para no actuar: “Too big to fail” que le dicen.

Y el gobierno ha actuado. El miércoles pasado, pocas semanas después de destaparse el escándalo del denominado ‘club de la construcción’, el Ejecutivo envió un proyecto de ley al Congreso para enfrentar este tema y, a la vez, asegurar que las empresas que hayan delinquido cumplan con pagar la reparación civil que corresponde.

La nueva norma reemplazaría al , aprobado hace un año para evitar que las empresas culpables de actos corruptos pudiesen liquidar sus activos e irse del país. Aunque esta norma tal vez evitó alguna liquidación y fuga, lo cierto es que no promovió que las empresas constructoras –estuviesen relacionadas o no con actos de corrupción– pudiesen continuar accediendo al crédito y desarrollando sus obras con relativa normalidad.

Hoy la situación se ha agravado. Las constructoras no pueden acceder a las cartas fianza requeridas para ejecutar sus proyectos pues los bancos han incrementado significativamente el costo de las mismas y exigen garantías que en muchos casos las vuelven inalcanzables.

Dado que el costo para la economía de que la actividad constructora se desacelere significativamente es mucho mayor que las reparaciones civiles que tendrán que pagarse en los próximos años, la nueva norma debería subsanar los problemas del decreto de urgencia que busca reemplazar. Recordemos que cada punto de crecimiento representa más del doble de la reparación civil estimada para Odebrecht.

En mi opinión, el nuevo proyecto de norma es acertado –ya que reduce incertidumbre y transparenta los riesgos intrínsecos a cada empresa–, pero por sí mismo no destrabará el problema financiero que podría paralizar a la industria de la construcción y a la economía nacional. Para solucionarlo se requerirá de un gran esfuerzo de coordinación multisectorial y de futuras normas muy proactivas. El “too big to fail” nunca es bienvenido, pero no hay escapatoria: hay que actuar.