Paula Siverino Bavio

“Ma, si me matan, cuida a mi hermano, cuida a mi familia y escribe, escribe sobre mí y sobre esta lucha”.

Así termina el chat con mi ahijada. Esto fue lo último que me escribió antes de ir a cocinar para las ollas comunitarias formadas en apoyo de los manifestantes. Le digo que no invoque a la desgracia, que la amo, que nos debemos un largo abrazo, que por favor se cuide. Me gana el terror; tipeo mientras les rezo atropelladamente a todos los dioses que conozco a miles de kilómetros de distancia.

“Si me matan”… ¿cuántas madres habrán tenido que escuchar esta frase, impensada en democracia, en las últimas semanas? ¿Cuántas son las que viven aterradas sabiendo que sus hijas o hijos pueden ser víctimas de la represión? ¿Cuántas las madres que lloran a sus hijos muertos en ambulancias que no llegaron a su destino o en refriegas y atentados?

En mi primer viaje al Perú me tocó aprender duramente cómo se ve desde dentro una revuelta. Era junio del 2003 y estuve a punto de morir en un incidente contra la policía, cuando apedrearon e intentaron incendiar la camioneta en la que viajaba. Era de noche y nos encontrábamos en la carretera que sale de Chimbote cuando de repente estallaron los vidrios, quedamos en un cerco de fuego y una piedra me impactó de lleno. El dolor fue atroz, pero el golpe no me rompió el hueso. Atravesamos la emboscada, tuve mucha suerte.

Pero no fue el atentado lo más violento que viví ese día. Horas antes, en algún lugar del camino, llevábamos largo rato varados en un retén. Me habían mandado al fondo del grupo por ser mujer y extranjera. Rabiosa y en un acto de inconsciencia, fui al frente e interpelé duramente al hombre armado que nos impedía el paso. Le ordené que abriera la barrera. Sorprendentemente, aceptó y, bajando los ojos, nos dejó pasar. Nunca olvidaré el cambio en su expresión, ese gesto de sumisión. Días después, ya en Lima, recordé esta escena y sentí asco. Jamás había ejercido ese nivel de violencia contra alguien.

Aquella vez aprendí que, en un conflicto social, eres lo que representa tu cara, más allá de las ideas que defiendas, y la mía es la del opresor.

Luego aprendería que no solo mi cara es la del opresor. Me ha llevado largo tiempo ver mis privilegios y mis sesgos clasistas. Es fácil sostener un discurso en defensa de la democracia y las instituciones cuando una vive preservada de todo mal y apañada por privilegios construidos sobre el racismo que atraviesa al Perú como una herida abierta.

Leo y escucho las columnas y los comentarios en los medios de comunicación en los últimos días. ¿Hasta dónde somos conscientes de estos sesgos y privilegios? ¿Hasta dónde podemos muchos de nosotros realmente entenderlos?

Leo y escucho a personas bien intencionadas temer por las instituciones, repudiar la violencia y los ataques, afirmar que nada justifica los desmanes, que los manifestantes no quieren dialogar, que no hay negociación posible, que hay infiltrados y agitadores. Existen infiltrados y agitadores que campean en toda su infamia, por supuesto, y ojalá sean duramente castigados por la ley.

“Seguramente hay agitadores, pero la gran mayoría de quienes se movilizan lo hacen por el hartazgo del racismo con el que nos tratan”, me dice mi ahijada. “La gente que marcha mayormente es cobriza, marrón, oscura, chola, indígena, y lo hace por una convicción emocional que va en aumento debido a que en lugar de dialogar están disparando”. “¿Qué harías si te tratan con permanente desprecio? ¿Reaccionarías soltando una paloma al aire? La gente que está en las calles está exigiendo justicia a través de las movilizaciones”, añade.

Le pregunto dónde está la voluntad de diálogo, de llevar este conflicto a una solución. “La gente busca un diálogo, pero ese diálogo no puede ser con quienes los están baleando. Deberíamos evitar que la sangre de hermanos y hermanas se siga derramando”, me responde.

¿Es posible pensar el Perú sin tener presente que siglos de racismo y desprecio engendran exclusión y desconfianza?

Si ella no hubiera entrado a mi vida, obligándome a repensar mis privilegios, probablemente yo tampoco los vería.

No tengo recetas ni sugerencias. Cuando me ofrecieron la posibilidad de escribir un artículo me negué, “ya hay demasiada gente blanca opinando”, repliqué. Sin embargo, estoy aquí escribiendo porque sí, hay agitadores y existe una agenda política detrás de las protestas, pero, además, hay cientos de miles de personas hartas, históricamente excluidas y a los que no se los puede seguir ignorando.

Estoy aquí escribiendo porque mi ahijada me pidió que lo hiciera. Porque quiero que esta noche vuelva a casa sana y salva. Escribo hoy porque no podría cumplir la promesa que le hice de escribir si algo le pasara a ella. Y porque nadie debería morir por protestar o contener una protesta en democracia.

Paula Siverino Bavio es abogada y doctora en derecho