El lunes, en la última audiencia pública del comité del 6 de enero de la Cámara de Representantes, el representante Bennie Thompson dijo que no debe permitirse nunca más ningún intento de anular los resultados legítimos de unas elecciones estadounidenses, impedir la transferencia pacífica del poder o fomentar una insurrección. Con ese fin, el representante Jamie Raskin anunció con firmeza que la comisión estaba haciendo cuatro derivaciones penales cuyo centro, en cada una de ellas, era Donald Trump, el hombre que urdió un plan que, de tener éxito, privaría a los estadounidenses de su sagrado derecho a que su voto cuente.
Estas derivaciones sin precedentes sugieren que Trump –que como presidente juró defender la Constitución– no solo violó ese juramento, sino que también cometió una serie de delitos específicamente procesables. Una de estas derivaciones –por el delito de incitación a la insurrección– es la más sorprendente, la más impredecible y la más crucial, ya que sus implicaciones y su solución incluyen la prohibición de que el expresidente ocupe cargos políticos.
Al hacer estas derivaciones, la comisión también tuvo en cuenta el pasado. La representante Liz Cheney habló conmovedoramente de su tatarabuelo, Samuel Fletcher Cheney, que sirvió en el 21º Regimiento de Infantería de Ohio de la Unión durante la Guerra Civil. Tras la guerra, marchó con sus compañeros en la Gran Revista de los Ejércitos, pasando revista al Presidente Andrew Johnson. También podría haber añadido que Johnson, el 17º presidente de los Estados Unidos, pronto sería sometido a juicio político. Como Donald Trump. Y como Donald Trump, fue absuelto.
Johnson volvió a su cargo, casi como si nada hubiera ocurrido. Es un cuento con moraleja.
Después de que Ulysses S. Grant ganara las elecciones de 1868, Johnson regresó a Tennessee, donde comenzó a planear su regreso. Como tenía talento para unir a republicanos moderados y radicales junto con demócratas y antiguos secesionistas, muchos de los cuales o lo odiaban o ya no querían saber nada más de él, no sería fácil. Pero no era ilegal.
No había tratado de anular la elección de Grant. No había impedido la transferencia pacífica del poder. Pero, al igual que Trump, se negó a asistir a la toma de posesión de su sucesor. Había abusado del poder, usurpando la función del Congreso, que tiene el derecho de determinar las cualificaciones de sus propios miembros –tanto más crítico después de una guerra civil en la que 11 estados habían estado en rebelión–.
En cuanto a incitar o ayudar a una insurrección, era discutible. Aunque era un unionista acérrimo, en 1866 Johnson había permanecido en silencio durante la masacre de Nueva Orleans que impidió que una convención estatal enmendara su Constitución para conceder el voto a los hombres negros. La turba incluía a miembros del departamento de policía de Nueva Orleans, compuesto en gran parte por antiguos rebeldes. Contaban con el apoyo del alcalde, simpatizante confederado, que había sido encarcelado durante la guerra por traidor y elegido incluso antes de ser indultado.
Una investigación del Congreso de 1867 sobre esa tragedia informó que más de 35 personas, la gran mayoría de ellas negras, habían muerto, y unas 145 habían resultado heridas. También se descubrió que la masacre nunca se habría producido sin la aprobación tácita de Johnson. El abolicionista Wendell Phillips predijo que “lo que Nueva Orleans es hoy, Washington será”: “gobernado por el presidente y su chusma”.
En 1868, cuando finalmente fue sometido a juicio político, el 10º artículo de la acusación acusaba a Johnson de ridiculizar al Congreso y dejar de lado su autoridad, y el 11º artículo se refería a su obstrucción a sus leyes. Durante el juicio político, cuando el representante John Bingham, de Ohio, argumentó a favor de la condena del presidente, recordó a los senadores que “nadie está por encima de la ley; que ningún hombre vive solo para sí mismo, ‘sino cada uno para todos’”. Con lágrimas en los ojos, concluyó que “no se puede permitir que la posición, por elevada que sea, el clientelismo, por poderoso que sea, ampare el crimen en peligro de la República.”
Pero como el Senado no condenó a Andrew Johnson, no había forma de inhabilitarlo para el cargo. Puede que abusara del poder, que ridiculizara al Congreso, que se arrogara una forma de Reconstrucción que consagraba la supremacía blanca, pero la discutible acusación penal (violar la Ley de Permanencia en el Cargo) no se sostenía –y aunque lo hubiera hecho, fue un tribunal de destitución, no un tribunal de justicia, el que lo había acusado–.
Así que un deshonrado Johnson regresó a Washington en 1875 como senador por Tennessee. No creía que hubiera caído en desgracia. Creía que no había hecho nada malo, y aunque podía haber sido un poco malhablado, quería saber: ¿Quién no lo era? Ciertamente nadie había sugerido una derivación penal. Eso es nuevo. Hasta esta semana no había ocurrido nada parecido. Y las implicaciones son de gran alcance.
“Así que vamos a tener de nuevo a Andrew Johnson”, escribió con cierta sorpresa la periodista de Washington Mary Clemmer Ames. No solo regresó al Senado (aunque murió pocos meses después de jurar el cargo), sino que, en el siglo XX, la historia resucitó a Andrew Johnson. Se le vería tal y como él se veía a sí mismo, la víctima perseguida de despiadados enemigos políticos.
Lo que nos lleva a la investigación sobre el motín del Capitolio y a las cuatro denuncias del comité del 6 de enero al Departamento de Justicia por obstrucción de un procedimiento oficial, conspiración para defraudar a los Estados Unidos, conspiración para hacer una declaración falsa y por incitar o ayudar a una insurrección u ofrecer ayuda y consuelo a sus participantes. La última es la más importante. Violar el 18 U.S.C. 2383, que deriva de una ley que data de la Guerra Civil, conlleva la pena de que, si es declarado culpable, Donald Trump “será incapaz de ocupar cualquier cargo bajo los Estados Unidos”.
He aquí, por fin, una rendición de cuentas que va más allá de lo que los gestores del ‘impeachment’, independientemente de sus brillantes argumentos, fueron capaces de hacer en el 2021. Aquí está la declaración inflexible de que, si bien una insurrección es un delito ‘impeacheable’ –después de todo, Trump fue sometido a juicio político por la Cámara de Representantes–, también es inequívoca y horriblemente un acto criminal.
Esta derivación específica mantiene la esperanza de que no se le permita a Trump volver a ocupar un cargo político electivo o designado. Ese era posiblemente el objetivo del ‘impeachment’: asegurarse de que su carrera política había terminado.
Ahora, independientemente de lo que decida hacer el Departamento de Justicia y de lo que descubra o determine el abogado especial Jack Smith, el comité del 6 de enero ha conseguido lo que el ‘impeachment’ a Trump no pudo: una serie de derivaciones que ponen el colofón a una investigación expansiva y desgarradora sobre el abuso de poder, la obstrucción al Congreso y la ayuda e incitación a una rebelión, consentida, si no diseñada, por un presidente estadounidense. Ese presidente será recordado como un anárquico, acusado o no, y caerá en desgracia a perpetuidad, como debería haber ocurrido con Andrew Johnson.
–Editado y traducido–
© The New York Times