Donald Trump pronuncia un discurso en Georgia. (MANDEL NGAN / AFP).
Donald Trump pronuncia un discurso en Georgia. (MANDEL NGAN / AFP).
/ MANDEL NGAN
Andrea Moncada

Donald Trump nos ha dado la lección de que los demagogos pueden surgir incluso en democracias consolidadas. Hemos aprendido que la existencia de elecciones libres y partidos competitivos, de la separación de poderes y el Estado de derecho –todas condiciones necesarias para un Estado democrático– no garantiza que el populismo no pueda germinar y proliferar, si es que en paralelo también existe la creencia entre la población de que dicha democracia solo sirve para unos cuantos; para una élite inclusiva en su discurso, pero excluyente en la práctica. No por nada ahora discuten los estadounidenses si su nación, fundada hace 244 años, realmente es tan democrática como siempre creyeron.

Los últimos cuatros años les ha dado muchos motivos para alarmarse, más aún las semanas tras las elecciones presidenciales del 3 de noviembre. Desde que perdió la reelección, Donald Trump se ha dedicado a buscar la forma para revertir los resultados: ha tuiteado y declarado –sin evidencia– que le “robaron” la elección, y su equipo legal ha presentado alrededor de 60 demandas legales que cuestionan la legitimidad del proceso electoral, todas ellas desestimadas por las cortes. Algo insólito en un país con una firme tradición ininterrumpida de cambio de mando. Sin embargo, hay motivos para mantener la esperanza en la resiliencia de la democracia norteamericana.

Esta semana ocurrió lo que es, hasta ahora, la expresión más álgida de la desesperación de Trump de aferrarse al poder. “The Washington Post” filtró una llamada del presidente estadounidense, en conjunto con su jefe de Gabinete, Mark Meadows, al secretario de estado de Georgia Brad Raffensperger y su consejero legal. En la llamada, Trump presiona a Raffensperger para que este le “encuentre” 12.000 votos de modo que pueda revertir el resultado electoral de Georgia, estado donde triunfó Joe Biden con un margen de 11.779 votos.

Al leer la transcripción de la conversación, es evidente que Trump cree en una realidad alternativa, basada en lo que tuitean o escriben sus seguidores en redes y en medios de comunicación conservadores. Insiste una y otra vez en que “ha escuchado” o “le han dicho” de casos de votos de personas fallecidas, de votos de personas que no residen en Georgia, de reportes de fallos en las máquinas de conteo de cédulas electorales. Raffensperger y su consejero electoral le refutan estas afirmaciones con información corroborada. Pero en realidad, los argumentos no importan: lo que quiere simplemente es ejercer la suficiente presión para que le consigan los votos que necesita.

¿Dónde está entonces lo esperanzador? La llamada demuestra que la democracia depende de las personas que conforman sus instituciones. El secretario de estado de Georgia, a pesar de ser republicano, se rehúsa reiteradamente a ceder ante las demandas de Trump. Su lealtad no está exclusivamente con su partido, sino principalmente con sus constituyentes, indistintamente de las identidades partidarias de estos. Y también lo está con las leyes electorales y en general con las instituciones legales y políticas que dan sustento a la democracia estadounidense. Lo mismo podemos decir de las cortes, que han fallado sobre las demandas de Trump de manera imparcial y en respeto de la ley.

Todo indica que, a pesar del ruido, Trump se irá de la Casa Blanca el 20 de enero, fecha en que Joe Biden jurará como presidente. La democracia en Estados Unidos ha superado esta crisis, en gran parte gracias a que se sigue creyendo en ella. Y ahí está, en realidad, el verdadero reto: identificar lo que se tiene que cambiar en la sociedad y en la política estadounidense para asegurar que esta convicción no muera.