El hartazgo de los peruanos con sus élites políticas ha vuelto a emerger en las encuestas y en las calles. Muchos conciudadanos, asqueados por los continuos escándalos de corrupción, comienzan a exigir “que se vayan todos”. La poca voluntad de nuestros partidos por terminar con la inestabilidad política desespera hasta al ciudadano más estoico. Entre tanto, el presidente continúa aprendiendo a destruir la legitimidad de su gobierno y a destrozar la meritocracia en la función pública. Lo que lo está colocando en el ranking de los peores gobernantes que hemos tenido. Sin embargo, nuestros problemas políticos tampoco terminarán cuando Pedro Castillo deje el poder. En realidad, su elección como presidente representa un doloroso mal de nuestra democracia: el rechazo crónico a nuestras élites políticas.
Década tras década, los peruanos comprobamos amargamente la absoluta ineptitud de nuestros políticos para resolver los principales problemas del país. Los resultados en la lucha contra la inseguridad, la corrupción, la informalidad laboral o la mejora de servicios como salud, educación, transporte público, etc., no dejan dudas sobre el balance mediocre de los partidos que ocuparon responsabilidades en los tres niveles de gobierno. Los peruanos parecemos querer deshacernos de nuestros políticos en cada escrutinio, provocando numerosas sorpresas electorales y apostando por cualquier desconocido que pueda romper la nauseabunda ineptitud y corrupción que reina entre nuestras autoridades. Por ello, los outsiders son ovacionados y en cada elección discutimos sobre la necesidad de elegir entre el mal menor o “entre el cáncer y el sida”.
Las soluciones para este enredado problema pasan, en última instancia, por la protesta ciudadana. Los peruanos debemos presionar en las calles sobre la oferta política de los partidos para obligarlos a tomar en cuenta nuestro malestar electoral y a jubilar a muchos líderes de pacotilla. Nuestro margen de maniobra es reducido, puesto que esto implica que los incompetentes reconozcan que lo son y que hagan leyes que eleven el nivel de exigencias que deberían cumplir. La presión por la demanda política implica que los electores sancionemos drásticamente con nuestros votos a los partidos para obligarlos a brindarnos mejores candidatos y resultados. El inconveniente es que el Perú se encuentra extremadamente despolitizado y muchos conciudadanos parecen resignados a sobrevivir en una política de paupérrima calidad.
La salida anticipada del actual presidente parece solo cuestión de tiempo por su fragilidad en las calles y en el Parlamento, y por su descomunal incapacidad para gobernar y su empeño por destruir nuestras escasas capacidades institucionales. En todo caso, debemos ser conscientes de que el problema del rechazo a nuestras élites políticas seguirá vigente y que nuestra historia muestra que en el Perú siempre se puede elegir peor. El combate de fondo que no podemos descuidar consiste en obligar a los partidos a mejorar la calidad de sus candidatos; si no, seguiremos viviendo más lo mismo a pesar de que “se vayan todos” y seguiremos votando por cualquier desconocido que prometa ayudar a deshacernos del elenco de nuestras élites políticas.