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Casi ningún partido político es capaz de enfrentar exitosamente una auditoría electoral o penal sobre sus finanzas. El desorden, la informalidad, la ilegalidad de sus fuentes o el desvío de dineros partidarios a las finanzas personales de los jerarcas o caudillos conllevan la necesidad de “justificar” o maquillar ante la ONPE los ingresos y gastos de campaña de forma acrobática.
Cocteles millonarios, parrilladas, polladas y hasta ‘marcianadas’ con extraordinarias utilidades, donantes en extrema pobreza que, como en la Biblia, dan de lo que no tienen, aportes con falsa identidad, entregas en efectivo no registradas, desbalance entre lo realmente gastado en la campaña y lo declarado ante la ONPE, son apenas la punta del iceberg de ese fenómeno transnacional de financiación ilegal de la política.
El descubrimiento de este caos financiero ha dado lugar a múltiples investigaciones por los delitos de lavado de activos, cohecho, colusión desleal, falsedades, fraude en la administración de las cuentas del partido, enriquecimiento ilícito y fraude tributario. Pero ninguno de estos delitos se concentra en el momento mismo de la entrega y recepción ilegal de esas “donaciones” de campaña, sino en hechos anteriores (la causa del pago, un acuerdo colusorio, por ejemplo) o posteriores (falsedades o lavado para esconder el origen ilegal), lo que hace necesario probar no solo que se recibió el dinero, sino que ello fue por algo o para algo, generándose con ello vacíos de punición.
Varios políticos se defienden entonces sosteniendo que recibir dinero por encima de las sumas permitidas no es delito sino, a lo sumo, una falta administrativa, como pasarse la luz roja. Es más, los propios candidatos y líderes de los partidos suelen alegar que desconocían del manejo patrimonial de la campaña, que ello era competencia del tesorero y de las bases partidarias, una suerte de Fuenteovejuna. El resultado final es que en cada campaña este círculo vicioso se repite.
La prevención de estos casos pasa por la inmediata adopción de dos reformas. En primer término, los partidos políticos deben ser sujetos obligados a reportar operaciones sospechosas ante la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), lo cual no requiere de una ley del Congreso porque, según el artículo 3.4 de la Ley 29038, basta un decreto supremo refrendado por el Ministerio de Economía y Finanzas y el Ministerio de Justicia. Es absurdo, por ejemplo, que el pequeño cambista de dólares deba reportar operaciones sospechosas de lavado y no así los partidos que administran millones en cada campaña. Con ello los partidos deberán nombrar oficiales de cumplimiento independientes, sin sujeción a la cúpula partidaria y que velen por el registro veraz de los ingresos y gastos, la prohibición de operaciones en efectivo y, de ser el caso, reporten las operaciones sospechosas ante la UIF y el Ministerio Público. Estas obligaciones administrativas generarán el deber partidario de conocer el origen y destino de los recursos, ya nadie podrá alegar con éxito que no sabía, no conocía o no sospechaba.
En segundo término, como lo hiciera España en el 2015 (artículo 304 bis de su Código Penal), el Congreso debe penalizar la conducta de quien reciba o entregue donaciones o aportaciones destinadas a un partido político violando las prohibiciones o límites previstos en la legislación electoral, pudiendo incluso establecerse agravantes cuando el hecho es de especial gravedad por la suma aportada o el delito se comete a través de una organización criminal.
Por último, algo que no necesita reforma. El 1 de enero del 2018 entrará en vigencia la Ley 30424 sobre responsabilidad “penal” de las personas jurídicas por los delitos de lavado de activos y corrupción. Desde entonces, los partidos políticos podrán ser penalmente procesados y sancionados, independientemente de sus miembros, si su financiación emana de pagos corruptos o encubre actos de lavado de dinero.