(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Victor Krebs

Vivimos en el Antropoceno, como se le ha nombrado a esta época para reflejar el impacto tremendo que ha tenido el ser humano sobre el planeta en los últimos diez mil años. Su presencia ha aumentado exponencialmente en ese tiempo. Mientras que entonces el ser humano y los animales domésticos conformaban apenas un 0,1% de la biomasa de animales terrestres sobre el planeta, hoy constituimos ya el 98% de ese total. La acción humana ha sido tan determinante en este período, como lo fueron los cambios climáticos y tectónicos en los 2,5 millones de años que precedieron en la época geológica del Holoceno. 

Pero no es solo el crecimiento desaforado de la presencia humana sobre el planeta lo que explica la enormidad de su huella, sino sobre todo la evolución de su tecnología. De la revolución agrícola primero a la revolución industrial después, y hoy en día a la revolución digital, el peligro tanto para el planeta como para la sobrevivencia de nuestra propia especie avanza a un ritmo trepidante.  

Cuenta el mito que ese poder tecnológico nos fue entregado por Prometeo en el fuego que robó de los dioses para compensar nuestra indigencia existencial frente a la naturaleza. Es por él que hemos sido capaces de crear nuevos órdenes, de construir ciudades, culturas, civilizaciones y poblar el globo entero. Pero nuestro poder tecnológico también nos ha hecho prepotentes y arrogantes, capaces de arrasar el planeta para satisfacer la ilusión de un progreso humano a lo que todo debe ser sometido. Así vemos, por ejemplo, cómo hoy, sin conciencia alguna, llenamos los océanos de plástico y la tierra con sustancias tóxicas y radiactivas, o cómo somos capaces de una crueldad despiadada con los animales e incluso, con seres de nuestra propia especie. El ‘Homo sapiens’, como lo señala Yuval Harari, profesor de Historia y escritor israelí, es una especie intolerante e imperialista y el fuego prometeico arrasa ahora descontrolado, transformando el mundo y a nosotros mismos de maneras que apenas logramos imaginar. 

Ya decía Nietzsche que no hay nada más despreciable e insignificante que ese orgullo del hombre, que le persuade de que es el centro de la creación y que todo lo demás –las demás especies y la naturaleza entera– está al servicio de su propio bienestar. Advertía el filósofo además, con sarcasmo, que si un mosquito pudiese pensar, él también creería –con la misma pasión que nosotros– que es el centro del universo. Nuestro delirio antropocéntrico explica así la voraz depredación de la naturaleza por la que nos hemos convertido en un virus infeccioso que devasta al planeta

El narcisismo humano ha sufrido ya tres golpes, como lo observara Sigmund Freud a inicios del siglo XX. El primero fue cuando Galileo comprobó hace tres siglos que la Tierra no era el centro del universo y que más bien giraba en torno al Sol. El segundo ocurrió dos siglos más tarde, cuando Darwin humilló al soberbio hombre, obligándolo a reconocer su humilde origen animal y así a cuestionar su supuesta superioridad. Y el siglo pasado, con el descubrimiento del psicoanálisis que establece que el sujeto no gobierna “ni siquiera en su propia casa” por estar siempre a merced del inconsciente.  

Ya en nuestro tiempo se le asesta un nuevo golpe a nuestro narcisismo. Irónicamente, proviene de la misma tecnología que ha alimentado su soberbia. Ella nos confronta, en el siglo XXI, con la posibilidad de una inteligencia artificial que superará exponencialmente todas nuestras posibilidades, y eventualmente podría desplazarnos en favor de otro orden planetario.  

Expuestos por la misma tecnología a esta nueva precariedad, se hace imperativo reflexionar sobre nuestro poder, concebir y forjar una relación distinta con la naturaleza, aprendiendo a pensar en el mundo y en nuestra propia especie más allá de nuestro narcisismo. Aunque ello produzca en nosotros lo que la destacada estudiosa Rosi Braidotti ha llamado “la náusea posantropocéntrica”, es quizás hora de transformar esa náusea en una nueva conciencia. 

Según Donna Haraway, la autora del célebre “Manifiesto cyborg” de 1984, en nuestra época se trata de hacernos capaces de responder al otro para cultivar vínculos entre nosotros y con otras especies, que nos permitan aprender a vivir y a morir bien en medio de esta catástrofe. El Antropoceno es, por lo tanto, una época de duelo; duelo por lo que estamos dejando de ser y duelo por lo que está muriendo alrededor nuestro. A través de ese duelo, tal vez podamos hacernos, poco a poco, más receptivos a lo que está emergiendo desde nuestros escombros y más capaces de tomar conciencia de lo poshumano que ya asoma.