"El empoderamiento de Putin es consecuencia de incentivos perversos promovidos por países de la Unión Europea que se sumaron a la doctrina del apaciguamiento, el ‘engagement’ en lugar del ‘containment’". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"El empoderamiento de Putin es consecuencia de incentivos perversos promovidos por países de la Unión Europea que se sumaron a la doctrina del apaciguamiento, el ‘engagement’ en lugar del ‘containment’". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Espá

De entre los bombardeos de cazas sobrevolando , misiles destruyendo y matando, y una invasión desde distintos frentes que nos recuerda la ‘Blitzkrieg’ nazi sobre Polonia, Francia y Holanda, aparecen hoy los rostros de jóvenes ucranianos dispuestos a dar la vida con honor por su país.

La invasión a Ucrania constituye la más grande operación militar del Kremlin desde la batalla de Berlín de 1945. Ni las invasiones soviéticas a Hungría y Checoslovaquia, ni sus intromisiones en Corea, Angola, Mozambique, Vietnam, Congo o Afganistán, son comparables en magnitud o impacto a lo que perpetra hoy en Ucrania.

El rostro de Putin se mantiene aparentemente imperturbable, aparentemente bien dormido. Es el rostro de un agresor con un sentido de propósito. Da la impresión de tener muy claro qué es lo que puede hacer y hasta dónde puede llegar en su desafío a EE.UU. No oculta sus objetivos: parar en seco la expansión de la OTAN hacia el este y asegurar una esfera de influencia rusa imponiendo soberanías limitadas a las antiguas repúblicas soviéticas Ucrania, Georgia y Bielorrusia.

El empoderamiento de Putin es consecuencia de incentivos perversos promovidos por países de la Unión Europea que se sumaron a la doctrina del apaciguamiento, el ‘engagement’ en lugar del ‘containment’, y que fue trágicamente la ruinosa receta que Neville Chamberlain ensayó ante Hitler en 1938. Ese mismo apaciguamiento ha permitido a Putin anexar impunemente Crimea en el 2014, irse a la guerra con Georgia en el 2008, organizar movimientos subversivos en Ucrania e inclusive ordenar aniquilamientos de espías en suelo foráneo.

Pero en la última década, Occidente se concentró en el corto plazo y perdió de vista el mediano. En el 2011 un terremoto seguido de tsunami asoló Japón y provocó fusiones del núcleo y explosiones de hidrógeno en los reactores de la central nuclear de Fukushima. El desastre puso de relieve la precariedad de la energía nuclear y, al año siguiente, la canciller Angela Merkel dispuso el cierre de las centrales nucleares en Alemania. Con tal medida en favor de “fuentes limpias de energía”, Merkel se arrojó a los brazos de Putin y lo convirtió en su principal proveedor: una tercera parte del gas natural que Alemania importa proviene de y buena parte del gas que Alemania mantiene en reserva es también propiedad de la empresa rusa Gazprom.

El gas ruso destinado a Alemania y a otros países europeos, y que representa el 40% del que importan, circula a través del gasoducto que atraviesa territorio ucraniano. El otro gasoducto, el paralizado Nord Stream 2 que recorre 1.200 kilómetros bajo el Mar Báltico, es el más largo del mundo y pertenece a Gazprom. Pero todas las empresas que financiaron el Nord Stream 2 son europeas: la francesa Engie, la austríaca OMV, la holandesa Shell, y las alemanas Uniper y Wintershall.

El gigante británico British Petroleum (BP) es el más grande inversionista extranjero en Rusia, con más de treinta años de presencia en el país, y con inversiones que incluyen el 20% del accionariado de la petrolera rusa Rosneft. A raíz de la invasión a Ucrania, BP ha puesto a la venta esas acciones. ¿Quién las va a comprar?

Las cavilaciones sobre marginar a Rusia del sistema interbancario ‘Swift’ se deben a la profundidad de la interdependencia económica combinada con la alta inflación en Europa y EE.UU., así como el desabastecimiento mundial de petróleo.

Pero, además, tienen que ver con Xi Jinping, cómodamente mirando en lontananza, al fiel estilo de los antiguos emperadores en la ciudad prohibida. Dice un proverbio chino: “Si el cadáver de tu enemigo quieres ver pasar, siéntate a la puerta de tu casa a esperar”. Una interrupción efectiva de los flujos financieros a Rusia, y una afectación a sus exportaciones de gas y petróleo, podría llevar el precio del barril a los US$180 y precipitar una recesión mundial. Ninguna sanción contra Putin o sus oligarcas compensaría los ingentes recursos que Rusia terminaría obteniendo por el sobreprecio del gas y el petróleo.

Putin tiene experiencia en las lides de manipulación de los precios. En marzo del 2020, el presidente ruso desató una guerra del petróleo con Arabia Saudita y la OPEP. El precio del barril se derrumbó estrepitosamente por debajo de los US$30. Hoy, debido también a Putin que aprovecha la incapacidad de la OPEP de aumentar su producción, el precio del petróleo ya se ha cuadruplicado.

Sería paradójico que China, el mayor consumidor de gas natural en el mundo, y que a través del gasoducto transiberiano ha venido almacenando gigantescas reservas de gas proveniente de Rusia, terminara como el gran beneficiario de este conflicto.

No todo está dicho en esta guerra. Analistas internacionales advirtieron hace meses que una invasión a Ucrania enfrentaría inmensos desafíos logísticos, de comunicación, comando y control, pues las Fuerzas Armadas rusas carecen de experiencia en librar enfrentamientos que no sean estrictamente fronterizos y que los obliguen al desgaste de una ocupación territorial de centros urbanos.

La estrategia militar de ucranianos y Occidente va por alargar el conflicto y encarecer la aventura de Putin. Pero esa estrategia se contrapone a las necesidades económicas del sistema internacional que sufre los estragos de la pandemia y de tasas de pobreza incrementándose alrededor del orbe.

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