Si algo positivo puede quedar de la tragedia de la pandemia, ojalá sea que el raciocinio científico se inocule en la discusión de las políticas públicas. Así podríamos hacer a un lado esa tendencia en la política peruana a la grandilocuencia y a la declamación de hermosos principios sin acompañarlos de planes de acción precisos.
El COVID-19 nos ha expuesto a la lógica de la ciencia, que supone respeto por la verdad y atención al detalle. Aspectos tan minuciosos de la vida como el lavado de manos, los mercados donde la gente compra la comida, el uso de mascarillas, la separación física entre las personas o el número de camas en los hospitales han pasado durante estos días aciagos a ser los temas más importantes de nuestros debates políticos.
Este es un cambio necesario para una cultura política donde predomina un modo de hablar ampuloso. Algo que ilustra esa inclinación peruana por lo altisonante antes que por el contenido es el chiste que corre estos días que dice que la diferencia entre los expertos peruanos y los expertos “gringos” en sus respuestas a la crisis sanitaria es que los estadounidenses están hablando de redes epidemiológicas, tasas de contagio, medicina y diseños experimentales, mientras los peruanos de descolonización, nueva convivencia, alteridad y deconstrucción.
Un chiste que mostró su realidad cuando a un funcionario público peruano se le ocurrió contrabandear, entre las medidas contra la pandemia, una política para combatir el machismo, que obligaba a que los hombres hicieran el mercado unos días y las mujeres otros. Buen ejemplo de teoría pomposa, pero inútil.
La enfermedad del discurso fastuoso pero impreciso se da a lo largo de todo el espectro ideológico. En el centro-derecha, por ejemplo, se habla de “republicanismo”, una palabra frecuente en los tratados de filosofía política a la que se quiere convertir en la clave para solucionar la corrupción y la debilidad de nuestra democracia. A veces, a esta se la asocia con una “refundación”; otra palabra deslumbrante que nadie podría definir con precisión y que refleja, más bien, la pereza que le genera a algunos pensar en acciones concretas para que haya menos robos en el Estado y más entusiasmo por la democracia.
Otro ejemplo, ahora en la derecha, de esa inclinación por los conceptos ostentosos pero sin contenido se dio cuando, en la discusión sobre el control de precios de medicinas, se dijo que el “afán de lucro mueve al mundo”. En este caso, la pomposidad sirvió para decir algo falso. Solo alguien que valora mucho más los logros de la industria que los de la cultura y la ciencia puede hacer una afirmación tan descolocada.
Para la izquierda, por su lado, no existe problema alguno en el país cuya solución no sea un cambio del “contrato social”. Nadie entra a explicar en detalle cómo un Estado empresario –porque de eso se trata el cambio de “modelo”– reducirá la desigualdad económica. La experiencia enseña, más bien, lo contrario: los países con mejores servicios públicos lo son porque tienen empresas privadas grandes que pagan impuestos. No se ha inventado otra manera de expandir y proteger los derechos básicos como la educación y la salud.
Qué diferencia con la izquierda estadounidense, que en estos días de elecciones está dando un ejemplo de discurso progresista a la vez que concreto. Ellos proponen cosas claras que tocan la vida de las personas: seguro médico para todos y educación universitaria gratuita. La discusión sobre si esto es socialismo democrático o socialdemocracia, que aquí ocuparía muchas páginas y discursos, allá solo se da en círculos académicos.
Las ideologías son cruciales, pero ellas no deben ser exclamadas sino dejarse sentir, por así decirlo, en propuestas concretas. Por el contrario, discutir solo sobre principios –o frases ostentosas que ni siquiera son principios– sin incluir planes de acción es una discusión hueca en política.
Es deseable, por eso, que, cuando acabe la pesadilla del COVID-19, algo del espíritu científico impregne otras áreas de la discusión pública de nuestro país.