¿Qué celebramos en Navidad? La respuesta obvia es que celebramos el nacimiento de Jesús. Pero no todos los nacimientos se celebran sin cesar y en todo el mundo. Hay algo de este Jesús, entonces, que parece hacerlo especial, digno de permanente memoria.
“Jesús es Dios”, parecería ser la razón más prominente. ¡Celebramos el nacimiento de Dios! Permítanme ofrecer un camino alternativo. Quisiera hacerlo, además, porque a pesar de que en el Perú la mayoría es cristiana, existen otras religiones que no confiesan a Jesús como su Dios o que simplemente no profesan fe alguna. La historia de este Jesús, sin embargo, puede ser una oportunidad para invitar a creyentes y no creyentes a pensar en aquello que nos une.
La historia de Jesús es una de contradicción. Ese que los cristianos llaman Dios aparece primero como una criatura indefensa, frágil. Sus padres no tienen ni los contactos ni el poder para conseguirle un lugar apropiado para nacer. Jesús nace en un establo. Pensemos en la gravedad de esto: el hijo de Dios nace entre las heces de animales. Y, por si esto no bastara, ese Jesús crecería para luego morir en la cruz como un criminal, ajusticiado por los tribunales romanos y por el poder religioso de turno.
¿No es esta una historia escandalosa? Algunos tratarán de reducir su gravedad hablando de que Jesús resucitó al tercer día. Esa es, sin duda, la versión del creyente y así se fue consolidando en la tradición cristiana con el tiempo. Pero lo cierto es que creer en la resurrección es un acto de fe. La cruz, en cambio, es un dato histórico.
El lector se preguntará cómo es que una historia de muerte es un motivo apropiado para una columna navideña. Lo es, quisiera pensar, porque algunas muertes engendran vida. La pregunta fundamental, más bien, es la de por qué hubo muerte. No cuesta mucho notar, revisando los textos, que la muerte de Jesús fue la consecuencia de una manera de vivir.
El escándalo de la vida de Jesús es conocido: desafiar ciertas normas religiosas, criticar severamente usos envilecidos del poder, ponerse del lado de los oprimidos, etc. La vida de Jesús desafió una forma de ver a Dios y a una sociedad marcada por la exclusión, marcada por una concepción mezquina del amor de Dios que incluía a muy pocos y apartaba a las mayorías. Qué coincidencia, además, que las mayorías apartadas normalmente eran las más pobres y socialmente vulnerables.
Tan radical fue esta perspectiva acerca del amor de Dios y su preferencia por los que la sociedad marginaba que a Jesús lo mataron. Uno puede hacer teología sobre esta muerte, pero es indudable que ella tuvo raíces históricas: el mensaje de Jesús ponía en peligro los privilegios de muchos y por eso lo eliminaron.
Este Jesús sabía que su muerte era inminente, como lo supieron Óscar Romero, Martin Luther King, María Elena Moyano y muchos otros. Y la muerte no lo detuvo. No lo detuvo porque detrás de una historia de muerte hubo una historia de amor que engendra vida. Tanto amor hubo que no se escatimó en entregar la vida misma cuando fue exigida.
Pero recordemos que fue exigida como consecuencia de ese amor. Ese amor no tiene colores políticos, pero sí opciones fundamentales: el poder es para servir, no para servirse; la religión es para liberar al ser humano, no para oprimirlo con ideologías; la vida en sociedad debe aspirar a la fraternidad, no a la exclusión y al maltrato; etc.
El amor del que hablamos cuenta una historia de vida. Su simple radicalidad, no obstante, hace temer a muchos y ha sabido traer muerte. Hagamos de la Navidad, entonces, una oportunidad para optar por la vida. Una oportunidad para celebrar, creyentes y no creyentes, los ideales por los que este Jesús y muchos otros entregaron su vida. Porque esos ideales merecen la lucha; porque el amor, la justicia, el perdón, merecen la buena batalla. Celebremos esa Navidad. Hagamos de ella una oportunidad.