Pelé confesó en una ocasión que llevaba mucho tiempo atormentado por un enigma que solo sería capaz de descifrar cuando se encontrara con Dios, cara a cara, y pudiera exigirle una explicación.
Lo que le atormentaba era un sentimiento de doble identidad: era “Pelé”, la mayor leyenda viva del deporte mundial del siglo XX, pero también “Edson Arantes do Nascimento”, el hombre corriente cuyo trabajo consistía en vigilar a Pelé, cargando con el peso de su existencia casi sobrenatural. Pelé, que falleció el jueves a la edad de 82 años, pensó, quizás con cierto humor, que se le debía alguna respuesta a por qué se le había dado este doble destino, manteniendo un estatus divino a los ojos del mundo, pero sintiéndose demasiado humano. A su muerte, se preguntaba, ¿quién moriría, dado que en su interior coexistían tanto el semidiós encarnado como la más simple de las criaturas?
Cualquiera que le haya visto jugar no dudará de que Dios le debía una explicación. Pelé, la más consumada y luminosa figura de la perfección que jamás haya pisado un campo de fútbol, se vio arrastrado a la fama a una edad muy temprana, sin ser consciente al principio de su propia excepcionalidad. Antes de que se diera cuenta, era el máximo ídolo del deporte más popular del planeta, haciendo su estruendosa irrupción en la Copa Mundial de 1958, a la edad de 17 años.
Todo esto pertenece a una época pasada de inocencia deportiva. Los partidos de fútbol se retransmitían por radio, lo que los convertía inmediatamente en narraciones orales, impregnadas de leyendas y mitos. La carrera de Pelé se basó primero en la radio y luego en la televisión, donde cimentó su fama en 1970, cuando la selección brasileña conquistó el tercer título mundial del país. No existen registros visuales de gran parte de su carrera, incluidos algunos de sus mejores goles. Pero a lo largo de la década de 1960, Pelé fue conocido unánimemente como el Rey del Fútbol, reforzando su majestuosidad con la nobleza natural de alguien que comprendía el valor de su celebridad para cada campesino con el que se identificaba.
Nadie más combinaba su velocidad y habilidad en el regate, la capacidad de disparar con ambos pies, su juego preciso y devastador por tierra y aire, un sentido mágico de la sincronización con el balón, una comprensión instantánea de lo que sucedía a su alrededor, todo ello cimentado en un atletismo robusto y rigurosamente equilibrado. Aun así, el efecto Pelé no es solo una suma, aunque única, de habilidades cuantificables.
El fenómeno fue rápidamente descubierto y acogido en todos los continentes. Más allá de ser reconocido y venerado en los círculos tradicionales del fútbol europeo, este afable negro, embajador de un país periférico y que se desenvolvía en un lenguaje no verbal, fue percibido, celebrado y amado en los más diversos rincones del mundo como la afirmación elocuente de una grandeza superior a cualquier supremacía política y económica.
Siguiendo los dictados de la tradicional sociabilidad cordial brasileña, que enmascaraba un insidioso racismo estructural y desigualdad social, Pelé no adoptó la rebeldía fanfarrona de Muhammad Ali, ni los apasionados zigzagueos políticos del argentino Diego Maradona, ni siguió el estilo carnavalesco y el arco trágico de Garrincha, la otra gran estrella brasileña de su generación. En cambio, siguió siendo un testigo tácito y grandioso de la negritud en acción.
Más dionisíaco, politizado y mercurial que Pelé, Maradona nunca dejó de ser Maradona, a costa de ser consumido por las llamas de su gloria y su caída. Al prescindir de cuestionar a Dios, Maradona se hizo a sí mismo Dios y a sus propios demonios retorcidos. Garrincha y Maradona subieron y bajaron sin poder separarse nunca de la experiencia.
Pelé, por su parte, tuvo a Edson. Entre los genios de nuestro tiempo, está salvaguardado por su doble, que asume las contingencias de la vida y los dramas personales a una escala menor. Aunque las generaciones más jóvenes nunca tuvieron la oportunidad de enfrentarse a su magnífico e indescriptible aspecto en el campo, gracias a su ángel de la guarda, Pelé se libra de la ruina, permaneciendo inmortal en vida.
Tal vez Dios, si existe, se lo revele.
–Traducido, glosado y editado–
© The New York Times