Una amiga abrió su armario el otro día y sintió que estaba mirando la ropa de un muerto. Pertenecía al mundo de ayer. Las prendas no tenían ningún uso en la era del coronavirus. Fue como mirar la ropa de su abuela después de que ella murió.
PARA SUSCRIPTORES: Necesitamos más que una vacuna
Todos estamos sacudidos estos días de esa manera. Yo asumí que, si tomaba las precauciones básicas, no contraería el COVID-19. Ahora tengo COVID-19. Mi cabeza se siente como un repollo. Los dolores me recorren los brazos y las piernas. Así que, por favor, querido lector, concédame un poco de indulgencia por esta vez.
Mis síntomas comenzaron el 27 de agosto. Un cosquilleo agudo en la garganta, de la nada. Un taxista me dijo: “Señor, está tosiendo”. Le respondí: “lo sé, lo siento, estoy tratando de no hacerlo”.
Estoy en un apartamento de París que he alquilado por un par de semanas. En las estanterías hay una copia de “El mundo de ayer”, de Stefan Zweig, escrito en Brasil antes de que él y su esposa, Charlotte Altmann, se suicidaran en 1942. Zweig escribió: “Todos los lívidos corceles del Apocalipsis han invadido mi vida”.
Un día después, mis síntomas empeoraron. Tenía 38°C de fiebre. Los sofocos y los escalofríos se alternaban. Mi mente daba vueltas. Así que esto es. La plaga que detuvo al mundo. Tenía más curiosidad que miedo. Es difícil deshacerse de los reflejos de una vida como observador.
Desde que comenzó la pandemia, me he preguntado cómo vivir. “Mantente a salvo” no es una guía para una vida que valga la pena. Ríndete al miedo y se acabó. Sin embargo, un enemigo invisible exigía prudencia.
Durante más de tres meses apenas salí de mi vecindario en Brooklyn. Lloré por Nueva York. Traté de acostumbrarme al final de la convivencia.
Lo intenté y fallé. Aun así, tenemos que seguir adelante. Conduje hasta Georgia, hice algunos reportajes y escribí. Vine a Europa a mirar y escuchar.
El libro de Zweig se abrió ante esto: “He visto crecer y extenderse ante mis ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, esa pestilencia de pestilencias, el nacionalismo, que ha envenenado la flor de nuestra cultura europea”.
Mi presidente, Donald Trump, es un nacionalista orgulloso. Abraza su mitología de violencia mientras coquetea con el cataclismo. El virus es mortalmente serio, pero él solo juega. Me sentí mejor el fin de semana pasado hasta que probé una tarta de durazno. Es inquietante experimentar una textura sin sabor. Una Coca-Cola con hielo no era más que efervescencia. Mi cuerpo era un extraño. Estaba en alguna parte, luchando.
Me quedé mirando las paredes. Pensé: “mi mundo se ha ido”. Recordé una frase de Albert Camus: “El vicio más incorregible es el de la ignorancia que se imagina saberlo todo y por eso se reivindica el derecho a matar”.
Durante tres horas hice fila para una prueba gratuita de COVID-19. Una doctora me advirtió de que el hisopo en mis fosas nasales sería “desagradable, pero no doloroso”. Luego apuñaló mi cerebro con lo que parecía un palito de brocheta. “Eso fue doloroso”, dije.
El resultado de mi prueba fue “positivo”. Sabía que lo sería, pero aun así leer el resultado fue difícil. Quizás por el conocimiento seguro de que hay un virus dentro de ti que podría matarte.
La plaga ha vuelto. De hecho, como observó Camus, esta nunca desaparece. Está esperando explotar la estupidez. Trump quiere violencia. No se la des. Pon la otra mejilla. Sé estoico. Sé la persona que detiene el tanque.
Estoy agachado. Mis posibilidades de supervivencia siguen siendo mejores que las de un líder de la oposición en la Rusia del amigo de Trump. Creo que me contagié en un bar de París lleno de gente viendo un partido de fútbol. Si el fútbol o la vida es más importante es una pregunta abierta para mí.
El epígrafe del libro de Zweig es una cita de “Cymbeline”, de Shakespeare: “Y conocer el tiempo que nos busca”.
Todavía intentaré hacer eso. Todos debemos luchar de la manera en la que mi cuerpo está luchando con cada gramo de su fuerza para repeler al enemigo que está dentro.
–Glosado, traducido y editado–
© The New York Times