"Nuestro problema no es de normas, sino de la naturaleza de estas. Cuando han sido normas coyunturales o parciales hemos terminado agravando los niveles de competencia electoral". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Nuestro problema no es de normas, sino de la naturaleza de estas. Cuando han sido normas coyunturales o parciales hemos terminado agravando los niveles de competencia electoral". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Raúl Chanamé Orbe

A lo largo de su historia, el Perú ha tenido cientos de normas electorales, sin embargo, pocas optimizaron la democracia. Solo las normas orgánicas que legislaron sobre principios y garantías electorales fueron duraderas. Así, en 1931 fue creado el con autonomía plena, se diseñó la libreta electoral, consolidó el voto directo y la boleta única.

Otro momento estelar fue la reforma de 1963 –encabezada por el entonces coronel Francisco Morales Bermúdez– que reorganizó el denominado Poder Electoral creando los jurados electorales especiales, la pluralidad de actas electorales y la impugnación en mesa. Esta reforma se completó en 1977 –por paradoja de la historia con el mismo Morales Bermúdez como presidente– y concedió el sufragio a los jóvenes mayores de 18 años, estableció el voto preferencial y el financiamiento indirecto a los partidos por medio de la televisión estatal.

La Constitución de 1979, por su parte, constitucionalizó los partidos políticos haciéndolos actores centrales de la dinámica política. No obstante, en una década trágica, los partidos en toda su extensión colapsaron por diversos motivos. Como correlato de esta crisis se puso en cuestión el propio sistema democrático. La Constitución vigente reconoció la figura de un actor poliédrico llamado organización política. En estas décadas, han hegemonizado en la política los movimientos emergentes, inorgánicos y carentes de institucionalidad. Desde Cambio 90, pasando por Perú Posible, hasta la exitosa organización .

Desde 1993 se dieron más de 35 normas electorales (leyes orgánicas, ordinarias o reglamentos), las cuales en ningún caso han podido contener el creciente deterioro del sistema político. En el 2003, se promulgó con los mayores auspicios la Ley de Partidos Políticos (Ley N° 28094) con propósitos ideales de crear: i) un sistema de partidos moderado (5 o 6 partidos), ii) con altas vallas de acceso, y iii) veto para nuevos movimientos independientes. Esta norma, desconectada de la realidad, no funcionó, pues las elecciones municipales del año 2006 fueron ganadas en el 80% por movimientos y organizaciones locales independientes. La falta de realismo de la norma la ha llevado a tener hasta nueve modificaciones, cuya última reforma, la Ley N° 30414 (ley de dádivas), casi hace colapsar las elecciones generales del 2016.

Nuestro problema no es de normas, sino de la naturaleza de estas. Cuando han sido normas coyunturales o parciales hemos terminado agravando los niveles de competencia electoral. Por ello, Giovanni Sartori recomendaba que una norma orgánica debería integrar tres factores: régimen político, sistema de partidos y el sistema electoral. Para Sartori, un sistema electoral, por ejemplo, que garantiza la participación paritaria de la mujer propende partidos más participativos y un sistema democrático menos autoritario.

En consecuencia, una reforma al parlamentarismo, restituyendo el bicameralismo, solo es funcional con un régimen de partidos integrados nacionalmente, mas no con un sistema de partidos altamente fragmentado (26 partidos nacionales, 35 organizaciones políticas provinciales, 101 organizaciones distritales y 131 movimientos regionales). Tal dispersión viene amenazando por igual la gobernabilidad y los propios comicios.

De qué nos vale solo resolver normativamente el tema del financiamiento o las dádivas, si soslayamos la democracia interna como hecho medular en la legitimidad partidaria. No se está demandando la aprobación de nuevas normas electorales inconexas. Lo que requerimos con urgencia es una reforma integral –como la de 1931 o 1963– que potencie la democracia peruana del siglo XXI.