"Simón Bolívar, que pudo salir ileso de innumerables batallas y escapó de emboscadas y puñales asesinos, sucumbirá ante un enemigo invisible". (Ilustración: Víctor Aguilar)
"Simón Bolívar, que pudo salir ileso de innumerables batallas y escapó de emboscadas y puñales asesinos, sucumbirá ante un enemigo invisible". (Ilustración: Víctor Aguilar)
Héctor López Martínez

Muy enfermo, desilusionado, desfalleciente, Simón Bolívar llegó a Santa Marta, a orillas del Caribe, en Colombia, el 1 de diciembre de 1830. Ya no podía caminar, su voz era profundamente ronca y su estado general no dejaba dudas respecto a su próximo fin. Por ironía del destino –como escribió Gerhard Masur–, Bolívar halló su último refugio en la casa de un español, Joaquín de Mier, admirador del Libertador, quien le ofreció como residencia su hacienda San Pedro Alejandrino. El lugar era hermoso. Había una pequeña bahía protegida por las montañas y a lo largo de la playa abundaban las palmeras.

Apenas se aposentó en la que sería su última morada, el 7 de diciembre, Bolívar conoció al doctor Reverend, quien lo atendió hasta el final. Su diagnóstico –a diferencia de las numerosas patologías de José de San Martín– fue rápido y no dejaba dudas, se trataba de una tuberculosis terminal, sin ninguna esperanza de cura. Otro facultativo, el doctor Night, que también examinó al paciente, corroboró sin dudar la opinión de Reverend. Cada día era más evidente que su fin estaba próximo.

Simón Bolívar, que pudo salir ileso de innumerables batallas y escapó de emboscadas y puñales asesinos, sucumbirá ante un enemigo invisible. Pedro Laín Entralgo, gran historiador de la medicina, señala que no parece inadecuado llamar “siglo de la tuberculosis” al XIX. Por ello no resultaba difícil el diagnóstico, aunque las terapias fueran impotentes para vencerla o solo detenerla. Koch descubriría el bacilo de la tuberculosis recién en 1882, demostrando de manera irrefutable su carácter infeccioso.

Uno de los biógrafos del Libertador dice que le desagradaba el olor de hospital y de drogas que tenían Reverend y el farmacéutico que lo acompañaba, negándose rotundamente a tomar las pócimas que le prescribían. La innata sensibilidad de Bolívar se había agudizado. Le molestaban todos los olores, incluso el del tabaco que antaño había disfrutado. Reverend sabía que los remedios eran inútiles y los suspendió para no atormentarlo aún más en lo poco que le quedaba de vida.

Bolívar solo tenía 47 años de edad cuando murió el 17 de diciembre de 1830. Su agonía fue cruel y duró siete largos días. En el delirio hablaba del exilio: “Vámonos, lleven mi equipaje a bordo. No nos quieren en este país. Vámonos. Vámonos”. Al día siguiente del óbito su cuerpo fue enviado a Santa Marta para ser embalsamado. Tenía la camisa raída y desgarrada. El general Silva le puso una de él para que el Libertador no fuese enterrado en harapos. El funeral se llevó a cabo en la catedral de Santa Marta. En veinte años de actividad incesante Bolívar había realizado una obra colosal e imperecedera. “Soy como el sol; envío mis rayos en todas direcciones”, dijo de sí mismo.

En 1866, en París, Reverend publicó el libro “La última enfermedad, los últimos momentos y los funerales de Simón Bolívar, Libertador de Colombia y del Perú, por su médico de cabecera”. Es un testimonio histórico valioso. En los pocos días que estuvieron juntos médico y paciente charlaron en más de una oportunidad. Bolívar le preguntó la razón por la cual había venido a América. “Por amor a la libertad”, respondió el francés. “¿Y la ha encontrado aquí?”. “Ciertamente, excelencia”. “Oh, entonces ha tenido más suerte que yo. Debe regresar a su hermosa Francia, donde flamea de nuevo la gloriosa tricolor. En este país no se puede vivir; hay demasiados granujas”.

El elogio que le dedicó a Bolívar el político Germán Leguía y Martínez, famoso por su elocuencia y talante batallador, en 1928, es rotundo y conmovedor: “Pasó por la grandeza y la prosperidad, por el influjo y la omnipotencia, como el ave sobre las ciénagas: siempre puro. Perseguido por la calumnia, esa baba tóxica del odio, quedó límpido e intacto, como el diamante, que no puede ser rajado ni tallado más que por sus propios polvos y fragmentos; y, aunque salpicado en sangre, comparece, ante la historia y la posteridad, lavado en las linfas del ideal; porque, como el labrador que, con la reja del arado, descuaja tallos y flores para abrir el surco, sepultar la simiente y preparar la cosecha del mañana, así, cuando se irguió sobre osamentas y sangrientos charcos, fue para sembrar la simiente sacra de la soberanía, exaltar la dignidad de los pueblos y extender sobre su cerviz el manto protector de la democracia”.