Marco Cappato, ejerciendo la desobediencia civil, acaba de llevar a Elena (afectada por una metástasis pulmonar) a Suiza para que le practiquen la eutanasia. Elena, como muchos otros, ha tenido que morir lejos de su país, con la ayuda del hombre que vuelve a Italia y se entrega a las autoridades.
El mismo día que leo esta noticia, recibo el informe final de la sentencia a mi favor. He leído los 19 puntos del juez Calderón Puertas con un llanto que esta vez es de triunfo: la dignidad ha sido defendida y argumentada como un bien que le pertenece al individuo y no al Estado.
Para mí es importante mencionar el caso de Elena: al volver a casa en el 2016 busqué por tres años, en soledad, alguien que me ayudara. Investigué días y noches desde mi cama. Pregunté a personas cercanas por alguna orientación. Algo. Lo que sea. No encontraba casos como los de Ramón Sampedro o Elena aquí en el Perú.
Pero, a diferencia de otros, un tío se quedó conmigo en largas conversaciones por chat. Era diciembre del 2016. Yo era un saco de miedos y desesperación. Vinieron a visitarme él y su hermano. Ambos, alrededor de mi cama, me sostuvieron, ya no me sentía tan sola. Al despedirse, uno de ellos me dice: “escribe, Milagros, escribe”. No supe qué significaba ese mandato. Ahora lo entiendo: la sentencia tiene citas de mi blog. A ustedes, Ricardo y Napo, les dedico este artículo y toda la sensación de completitud que vivo hoy.
Para finales del 2018 necesitaba salir del secreto. Ya me sentía más fuerte. Aún tenía miedo, pero, poco a poco y sin darme cuenta, había ido creando el camino para llegar a lo que hoy encontré.
Recuperé peso, ya no estaba tan peleada con este nuevo cuerpo que habitaba. Empecé a tatuarme flores y aves y comenzó en mí una fascinación por la belleza en la diversidad de los cuerpos. Junto con las fotografías que me iban tomando, escribía y publicaba en mis redes. Quizá también estaba alimentando el erotismo necesario para vivir.
Sabía lo que podría pasar: indiferencia, rechazo, discursos de odio, provida, la religión, etcétera. El 16 de enero del 2019, sin saber cómo hacer un blog, busqué en Internet y comencé a escribir Ana busca la muerte digna. Este primer texto es acerca de mi nacimiento y de mi nombre. No lo pensé mucho; solo salió, sin corregir y acompañado de una fotografía: tengo tres meses de vida y soy cargada por mi madre, sonrío mirándola en medio de la playa.
Escribí a personas mediáticas que consideraba que podían empatizar con mi blog. Fueron 19 y solo dos me respondieron: Melania Urbina y Wendy Ramos. Ellas me leyeron, sintieron mi historia y la compartieron con sus seguidores. Así fue como llegué a mucha gente. Con algunas aún nos escribimos y acompañamos.
Lo que sigue ya es sabido por muchos quienes han seguido este camino. Yo no conocía a nadie, pero en setiembre de ese año aparecieron Josefina Miró Quesada y Percy Castillo: la Defensoría del Pueblo tomaría mi caso. Ya no tenía miedo. También conocí el término amicus: Paula Siverino desde Argentina es una de las abogadas más apasionadas, transmite una fuerza que traspasa la distancia física. Es de las que se compra el pleito porque cree y defiende a quienes no tienen voz.
Con cada artículo, cada reportaje, cada comentario o mensaje, me iba nutriendo de aprendizaje acerca del derecho a la muerte digna. Todos tuvieron un rol. Más personas valientes se sumaron y, entre ellas, el médico Gonzalo Gianella. Ya estaba completa, ya nada malo me podía pasar.
Maya Angelou tiene una de las frases que me acompañó cuando tuve que depender de un ventilador: “La vida no se mide por la cantidad de respiraciones, sino por los momentos que te quitan el aliento”. Y ahora, gracias a una gran amiga, encontré otra de la misma autora: “cuando una mujer se defiende, sin saberlo, está defendiendo a otras”. Esto lo sentí al recibir mensajes de mujeres en mi blog. Se identificaban a pesar de que sus historias no tenían nada que ver con una enfermedad. Pero había algo en común: la defensa de nuestros cuerpos, de nuestras decisiones y de nuestra vida.
Desde el 2019 he descubierto en mí todo lo que no supe en 45 años. Mi historia no solamente es la de una mujer con una enfermedad crónica y degenerativa. Como muchas, he sido violentada, agredida y acosada. Como ellas, nunca fui escuchada ni defendida. Al contrario, he sido revictimizada. Y eso no tiene nada que ver con mi condición médica. Esto tiene que ver con una realidad que sucede por el solo hecho de ser mujer, adolescente o niña.
Con todo esto quiero decir que, cuando leo la sentencia del juez defendiendo la dignidad, autonomía y libertad sobre mi cuerpo y mis decisiones, también estoy reivindicando mi voz, que fue silenciada. Aprendí de mujeres como Camila Jaramillo, que trabaja por la libertad y la muerte digna en Colombia y, a través de ella, conocí las historias de Yolanda Chaparro, Martha Sepúlveda y otras. La lucha por la muerte digna es también una lucha feminista. Gracias por enseñarme que aún a esta edad una sigue aprendiendo de la otra.
En medio de todo esto, llegó la pandemia y, mientras a todos los encerraban en casa, a mí me abrieron la puerta y salí del confinamiento en el que vivía. La modalidad virtual me permitió participar en los talleres de escritura que siempre había querido llevar. Mi mundo se enriqueció más, la escritura y la poesía me dieron la identidad que había perdido. La red de compañerismo se hizo aún más poderosa y me escribo con amigas de diferentes lugares del mundo.
¿Ha sido difícil el proceso judicial? La verdad es que no. Mis compañeras y los aliados que se sumaron y contribuyeron a este logro allanaron el camino y lo hicieron más ligero. Algo que yo pensé que sería una pesadilla se convirtió en el mejor viaje de toda mi vida: he conocido a las personas que de verdad creen en los Derechos Humanos, creen en la justicia y el valor de la dignidad.
Cada vez hay más estudiantes en universidades y colegios que debaten sobre la muerte digna. Y esto me llena de satisfacción y esperanza.
Como toda primera defensa de un derecho, la historia nos dice que habrá una parte de la población que no comprenderá. Estas son las personas que solo ven la muerte al leer o escuchar mi nombre. Todo aquello que no entienden, se violenta o tergiversa porque no cabe en sus creencias o ideologías.
Así se lograron los derechos laborales, el divorcio, el voto femenino, la abolición de la esclavitud (aunque esta aún existe en otras formas), entre otros. Ahora nos asombramos de cómo la humanidad podía vivir sin los derechos fundamentales que hoy existen, pero se conquistaron gracias a que alguien alzó la voz y un grupo de personas se unió, se enfrentaron al poder y lo consiguieron.
Ser la primera mujer en solicitar mi derecho a la muerte digna en un país conservador, un país tan dividido y en una grave crisis política y social, es difícil, pero dejé de tener miedo. Ya no estoy sola.