Sostuve el 10 de octubre en esta misma columna que la grave situación económica y social generada por la pandemia terminaría generando un sinceramiento ideológico, en detrimento de las posiciones de centro. Y eso es lo que ha ocurrido. Claramente se ha decantado una polarización ideológica entre estatismo y totalitarismo político de un lado, y economía libre y democracia del otro.
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Pero detrás de ambas posiciones hay demandas preideológicas muy distintas: una de revancha y castigo contra los “amos” y el sistema, y otra de soluciones a la angustia económica y vital. La primera fue caracterizada como la lucha de los pobres contra los ricos por Pedro Castillo, y la otra como una búsqueda de inversión y de un “reencuentro” por Keiko Fujimori.
Se atribuye ese voto de revancha o castigo a un modelo que habría dejado de lado al sector rural y andino. Pero es al revés. Es la recaída en la pobreza luego de haber salido de ella, ocasionada por el cierre brutal de la economía a raíz de la pandemia. Es el golpe a las expectativas y mayores demandas y obligaciones de una población emergente. Las revoluciones y fascismos nunca se originaron en poblaciones pobres sino en aquellas que alcanzaron mejores niveles y luego los perdieron. En la enorme frustración consiguiente.
Webb demostró en “Conexión y Despegue Rural”, y las estadísticas lo dicen, que los sectores rurales y del interior del país incrementaron sus ingresos proporcionalmente más que el resto de la sociedad en los últimos 30 años. Pero ya en los últimos 8 el crecimiento se venía estancando, como consecuencia de sobrerregulaciones asfixiantes. La pandemia fue el puntillazo final.
Tampoco el Estado abandonó a esos sectores. Por el contrario, creció como nunca en el interior, pero la gente solo vio la corrupción, no mejores servicios. En efecto, el Estado se descentralizó y la obra pública ejecutada por los gobiernos subnacionales pasó de un 4% del total a inicios de los 90 a cerca del 70% en los últimos 15 años, en medio de un gran crecimiento. Mucha plata fluyó al interior pero ello, lejos de mejorar apreciablemente los servicios, convirtió a los gobiernos locales y regionales en botines presupuestales de políticos aventureros.
Y el problema fue que el espectáculo de la corrupción local tenía como telón de fondo la gran corrupción nacional en la que se mezclaron procesos justos vinculados a millonarios sobornos con otros de naturaleza plebiscitaria desarrollados en medio de una confrontación política que buscaba eliminar al rival. El hecho es que los procesos Lava Jato diezmaron y casi desaparecieron a la clase política. Ya casi no quedaron líderes y pasaron a la segunda vuelta con escasa votación un outsider radical que quiere demolerlo todo y una persona que forma parte del cuadro político repudiado pero que purgó una cárcel indebida que de alguna manera le limpia la cara luego de los graves errores cometidos.
La segunda vuelta también lo es entre el rechazo al sistema y la posibilidad de regenerarlo y mejorarlo. Por eso el programa económico de Keiko Fujimori tiene que venir junto con una propuesta de reforma política que organice una democracia legítima.
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