(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Jian Ghomeshi trataba mal a las mujeres. En público, su imagen era perfecta, incluso popular. Tenía un programa cultural en la radio canadiense con cientos de miles de seguidores. Pero debido a su necesidad compulsiva de éxito, sufría dificultades para relacionarse normalmente con las personas. Y una inquietante tendencia a las relaciones violentas.

Hasta que todo explotó en su cara. Una de sus ex parejas lo acusó de asfixiarla, golpearla en la cabeza y morderla, durante el sexo y para conseguirlo. Tras ella, siguió una cascada de denuncias por acoso sexual y agresión, unas 20.

Ghomeshi argumentó que se trataba de sexo consentido. Y el juez le creyó. Durante el proceso, halló contradicciones e inconsistencias en los testimonios de las demandantes. La mayoría de las denuncias fueron desestimadas. En un último caso, Ghomeshi pidió perdón y llegó a un acuerdo extrajudicial.

El locutor se salvó de la cárcel, pero de poco más. Perdió su trabajo, y gastó sus ahorros en abogados. Sus amigos lo abandonaron, o bien por genuina indignación o bien por el peligro que su amistad representaba para sus reputaciones. Se convirtió en el precedente canadiense del #MeToo. Miles de personas que no lo conocían escupieron sobre su nombre y su aparente misoginia. Como sus padres eran iraníes, muchos le gritaron que regrese a Irán a torturar mujeres. Aunque él nunca ha vivido en ese país, su nombre lo convertía en el inesperado punto de encuentro entre feministas y xenófobos. Todo eso lo ha contado el propio Ghomeshi cuatro años después, en una crónica aparecida en el último número de la prestigiosa “New York Review of Books”.

El editor de la revista, Ian Buruma, decidió publicar el testimonio de Ghomeshi para cuestionar algunas contradicciones que nuestra sociedad está pasando por alto: consideramos que un criminal se rehabilita después de cumplir su condena. ¿Por qué una persona que ni siquiera ha cometido un delito debe recibir un castigo mayor? Ghomeshi no es un violador múltiple como Harvey Weinstein, y no conocemos el grado de consenso de sus relaciones de pareja. ¿Debe ser arruinado y borrado socialmente? ¿Autoriza la lucha justa contra el acoso a estos daños colaterales?

La respuesta general fue que sí. La publicación de la crónica generó un escándalo internacional que terminó en la dimisión de Buruma. Según la explicación pública del editor, enormes presiones lo forzaron a renunciar.

No escribo esta columna para defender a Ghomeshi. La escribo para defender a Buruma. No sé si Ghomeshi miente. Supongo que edulcora la verdad, es decir, ofrece su versión. ¿Pero puede pedirse otra cosa a un testimonio? ¿Y debemos impedir que se publiquen testimonios?

De hecho, conocemos constantemente historias de terroristas, narcotraficantes y asesinos en serie. En Netflix, vemos el mundo a través de los ojos de Pablo Escobar o ‘El Chapo’ Guzmán. Yo mismo he escrito un libro que se lee en colegios y universidades para tratar de entender a Abimael Guzmán. Es interminable la lista de libros y películas sobre psicópatas que se han producido desde que Truman Capote escribió “A sangre fría”. No nos interesan esas historias como apologías del mal, sino para comprender el mal, y saber enfrentarlo. Conocer nuestros problemas sirve para resolverlos mejor. Publicar solo historias de vidas ejemplares es una característica de las dictaduras que, por cierto, suelen decidir por decreto qué cosa es ejemplar.

Por supuesto, podemos debatir si Ghomeshi merece o no el castigo que recibió. Pero para discutirlo, es necesario conocer su punto de vista. Sin eso, no tendremos un debate, sino solo un linchamiento, cuya principal víctima, a la larga, será la libertad de expresión.