Por alguna razón, que no logro entender, los políticos que meten la mano en las arcas del Estado para beneficio propio se creen menos ladrones que uno que arrancha celulares o se embolsica la billetera ajena en el Metropolitano. No entiendo quién les ha contado el cuento de que, si roban y hacen –aunque sea una obra–, no merecen el repudio, sino el aplauso de los birlados.
Ahí está el recién llegado Alejandro Toledo, que pone cara de víctima, tratando de negar los kilos de pruebas que se acumulan en su contra. Lo hemos visto derrotado repitiendo el libreto de “perseguido político” que escuchamos hace más de 20 años. ¿Por qué Alejandro Toledo creía que iba a tener mejor suerte que Alberto Fujimori? ¿De dónde sacó Ollanta Humala que iba a pasar piola mientras Nadine Heredia compraba carteras de lujo y chocolates carísimos con tarjeta ajena? ¿Qué le pudo hacer creer a Pedro Castillo que después de esa farra se regresaría a Chota como si nada? ¿O a Pedro Pablo Kuczynski que podía postular a la presidencia con el clóset lleno de esqueletos? ¿O a Martín Vizcarra que podía emprender una lucha contra la corrupción sentado en un banco de oro ajeno?
La lista es interminable si les sumamos gobernadores regionales y congresistas, y ya nadie puede alegar que se trata de un fenómeno alentado por la impunidad. Los países del mundo y, especialmente, los de la región nos miran asombrados por tener un expresidente condenado a más de 20 años de cárcel, otro que se quitó la vida cuando lo fueron a detener, dos que esperan encarcelados a que los juzguen y otros tres que enfrentan acusaciones o investigaciones en libertad.
Eso tiene que ser un récord Guinness y una prueba de que, después de haber juzgado y encarcelado a Alberto Fujimori, la sanción a expresidentes dejó de ser un imposible en el Perú. Por más que nuestro sistema de justicia sea más lento que una tortuga, hay suficiente evidencia de que tarde o temprano los corruptos se van a la cárcel sin pasar por ‘Go’.
¿Por qué siguen robando, entonces? No somos víctimas de la mala suerte y tampoco de nuestras pésimas decisiones al momento de votar. El problema no está en la demanda, sino en la oferta: la representación política se ha pauperizado tanto que el poder ya no es esa droga que tienta al honesto, sino que atrae al corrupto. Funciona como un tragamonedas que hipnotiza al ludópata, como una chata de ron que seduce al alcohólico. Se acercan a él como zombis y, aunque saben que terminarán mal, planean estrategias para llenarse los bolsillos de plata ajena que probablemente no lleguen a disfrutar.
Por eso, el arribo de Alejandro Toledo ha generado cierta apatía y no ha despertado la atención que tuvo la extradición de Alberto Fujimori en el 2007. Ya no hay novedad en ver desfilar a aquel que lucía una banda presidencial con las manos atadas por unas esposas. Ni siquiera podríamos calificarlo como el mismo hecho. Es algo aún peor: es como presenciar un ‘remake’ de la misma película vieja, pero con nuevos actores. Es constatar que lo que alguna vez fue una triste novedad, hoy es un clásico del que nadie disfruta y del que sabemos habrá una nueva versión, una próxima temporada.