Léonce Angrand era, por sobre todas las cosas, un romántico. Uno de esos exploradores del alma popular de Lima, del colorido de su gente, del sabor de su paisaje urbano, del contraste que hacía el río, de ruda belleza, vigoroso al irrumpir y encontrarse con alamedas y monumentos esbeltos, casonas suntuosas y balcones cargados de secretos.
Cuando Angrand llegó a la ciudad en calidad de vicecónsul de Francia en 1834, Lima vivía aún al ritmo del doblar de las campanas de las iglesias, del solemne besamano, de la ya vieja porciúncula, del ángelus y la limosna que, bajo quitasoles, pedían en calles y plazas monjes, beatas y tapadas para sus cofradías parroquiales. Era la Lima a caballo y a mula, la del pescador que desde Ancón traía el pescado bien fresco en su canasto, la de la dama en su calesa, la tamalera, la misturera desbordando color, el arriero y el mulero, los negros y frailes cargando las andas de Nuestra Señora de los Incurables. Lima era aún esclavista, por eso retrató al hacendado con su esclavo.
Lima estaba aún amurallada, se respiraba colonia, pues recién andaba emancipada; estaba marcada por jerarquías; clases sociales, razas y ropajes distinguían a unos de otros. Conservaba el brillo de sus mejores lustros aunque se caía a pedazos. Las guerras por la independencia la habían dejado empobrecida; sufría una dramática inestabilidad política, tensiones que Angrand, sabio como nadie, no quiso documentar en sus acuarelas y dibujos a lápiz.
No estaba interesado en la vida oficial ni aristocrática de Lima. Ni siquiera para el humor, algo que su colega Pancho Fierro sabía hacer con arte. Evadió esa realidad y al hacerlo supo mirar otras: la social, igual que observó con empeño el paisaje arquitectónico y arqueológico de la ciudad y el país. Huacas, versiones libres de plazas e iglesias, mercados y calles, haciendas, el río, las gentes, las costumbres, la vida cotidiana y la vestimenta pueblan sus dibujos. Comprendo la tendencia de Angrand de evitar el dato duro, áspero, de la vida. No hay luz en el caudillismo militar, el escandalete y la politiquería, a menos que el humor negro revista las imágenes. Angrand no tenía esa fibra.
Una de las acuarelas que más disfruto es “La chichería”, en la que Angrand retrata a una limeña sobre un potro bien enjaezado tomando chicha de jora. Al pie, otra mujer con jazmines en el pelo y un chal muy elegante debe haber servido de inspiración a las letras de la gran Chabuca. Angrand retrató el caballo peruano de paso como nadie. Si bien Martínez de Compañón lo pintaba unas décadas antes, quizá fue el francés el primero en mostrarnos el biotipo de nuestro caballo con toda su fuerza y claridad, apero y grupa baja.
Si bien al comienzo Angrand se sintió atraído por lo pintoresco de Lima, luego profundizó su mirada, ya no en el documento gráfico sino a través de la palabra, en una carta en la que logra describir la atmósfera de la ciudad y su naturaleza telúrica, andina. Angrand testimonia un momento de cambio de épocas, usos y costumbres.
Angrand no pudo verlo, dejó una Lima que se perdió y se reinventó mientras se consolidaba como capital de república, una Lima que pronto quedó sin tapadas, sin esclavos, que se enriqueció tan solo treinta años después con la bonanza del guano, una Lima que vio derribar su muralla y con ella los estertores de su herencia colonial.