(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero)
Roberto Abusada Salah

Después del entusiasmo con el que el Perú celebró el fin del régimen Humala-Heredia, la ciudadanía ha retornado a su estado natural de profunda desafección respecto de sus gobernantes. Tanto el Ejecutivo como el Congreso, alcaldes y gobernadores son castigados por la opinión pública.

No se puede ocultar que los poderes del Estado han estimulado tal sentimiento. El Ejecutivo ha cometido errores con nombramientos, declaraciones desatinadas y subestimando incomprensiblemente el desastre heredado.

A la mayoría legislativa, por su parte, le tomó todo un año entender que perdió en la segunda vuelta electoral. Y si bien muchos de sus actos de fiscalización y control político han tenido justificación, no cabe duda de que en otros ha primado la rabieta, la figuración o la simple torpeza.

Y así llegamos al mes 14 del régimen sumidos en una depresión colectiva (a mi juicio, injustificada) que hace pensar que el país está a la deriva. Tenemos a empresarios y consumidores en actitud de ‘esperar y ver’ y a medios de comunicación y ‘formadores de opinión’ repitiendo su monosolución: cambiar ministros.

Con su habitual optimismo, el presidente Pedro Pablo Kuczynski prevé que en los siguientes meses este inquieto malestar ciudadano cederá ante lo que, él anticipa, será un mejor desempeño económico. Y no le falta razón. La economía en el último trimestre de este año y el año próximo mostrará una mejor performance ayudada por el aumento notable de la inversión pública, el fin de la caída en la inversión privada y el aumento importante de los precios de nuestras principales exportaciones. Pero el Kuczynski estadista debería reparar en que el panorama económico después del rebote del 2018 no se presenta auspicioso si no se termina la prolongada sequía de reformas que está frenando nuestro progreso.

La lista de reformas pendientes es larga y atañe al ámbito laboral, la salud pública, el régimen pensionario, la regionalización, la educación, y una implementación decidida de la reforma burocrático-regulatoria ya legislada. No pretendo insinuar que tales reformas estén exentas de enormes dificultades y que no requieran de una cuantiosa inversión de capital político, pero administrar el Estado no es lo mismo que gobernar.

Gobernar implica tener la visión y un plan para un futuro mejor. Miremos sino el ejemplo de Emmanuel Macron que, con su popularidad cortada en unos pocos meses a casi la mitad, ha planteado una profunda reforma laboral y la visión de una Francia ocupando el vacío de liderazgo dejado por los Estados Unidos de Trump. O al brasileño Michel Temer, que con una tasa de aprobación en mínimos toledanos está reformando el régimen laboral y pensionario, además de emprender un vasto programa de privatización para resolver el agudo problema fiscal.

Me atrevo a recomendar al presidente empezar las indispensables reformas con la parte más potente –y quizá más fácil– de una reforma laboral: trabajar denodadamente en lograr el cambio en la interpretación que el Tribunal Constitucional (TC) ha hecho del artículo 27 de la Constitución que dice apropiadamente que “la ley otorga adecuada protección al trabajador contra el despido arbitrario”.

Ese simple enunciado ha sido interpretado por los miembros del TC no como el justo derecho a la indemnización de ley, sino que en sendos fallos ha ordenado la reposición en el puesto de trabajo. La justificación que da el TC se basa en la violación del derecho al trabajo consagrado en la Constitución peruana y en la mayoría de las constituciones del mundo. Por ello se establece el resarcimiento mediante la indemnización.

El resultado de los fallos del TC ha contribuido no solo a que el empleo informal sea la forma prevalente en que el peruano accede al trabajo sino que, dentro de lo que llamamos empleo formal, la contratación por tiempo indefinido está en vías de extinción. El 68% del empleo formal hoy se contrata bajo distintas modalidades como el plazo fijo y otras formas de empleo temporal, o simplemente sin contrato. En su ideologizada visión pro estabilidad laboral absoluta sin empleo, el TC ha matado la estabilidad dañando severamente los incentivos de la empresa a la capacitación laboral y el otorgamiento de otros beneficios a sus trabajadores. No sorprende, entonces, que en los ránkings internacionales el Perú aparezca en el puesto 133 entre 140 países como el que más restringe la práctica de la contratación y el despido (flexibilidad sin la cual la producción moderna de bienes y servicios es literalmente imposible).

Cámbiese esta errónea interpretación. Ninguna otra medida de estímulo a la contratación puede hoy tener tanto impacto en el empleo, la revitalización de las expectativas empresariales, la inversión y, ojalá, un cambio en el humor ciudadano.