Patricia del Río

A diferencia de otras democracias, en el el es obligatorio. Es decir, cada vez que se convoca a los peruanos para un proceso electoral deben acercarse a las urnas. Ir a votar es una obligación; elegir entre las opciones que ofrece nuestra clase política, no. No hay multa ni sanción por dibujar obscenidades o dejar el papel en blanco. Salvo una, ese voto no cuenta para el cómputo final. Ese acto de protesta no tiene ningún valor, porque se declara ganador a aquel que consiga más votos válidamente emitidos.

Esto no sería un problema si no hubiéramos terminado en manos de partidos políticos que se esmeran en ofrecer a la ciudadanía pésimos candidatos. Desde que la cédula viene cargada de rostros que no generan ninguna confianza, obligar a la población a elegir es una perversidad y una tergiversación absoluta de la voluntad popular.

Hoy, como señala la prestigiosa revista “The Economist”, tenemos un presidente incompetente y un Congreso desacreditado. La realidad hubiera sido otra si en esa segunda vuelta entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori los ciudadanos no hubiéramos tenido que optar entre esos dos. Más del 70% de la población no los había escogido en primera vuelta, así que probablemente si nuestra legislación permitiera incluir los nulos en el cómputo final, esta habría sido la opción ganadora.

Pero eso no pasó. Ante el cáncer y el sida, el ciudadano descontento, en lugar de hacer evidente su rechazo, termina apoyando siempre al candidato que menos le disgusta, o lo que es peor, a lo que sea que compita con el que más detesta.

Particularmente, creo haber viciado más votos en mi vida de los que he marcado por convicción. Me resisto a que se me obligue a elegir entre individuos que no tienen ninguna empatía con el otro, entre ciudadanos capaces de maltratar a su familia, entre sujetos que no saben dónde están parados, o que han sido acusados de terribles delitos. Cada vez se me hace más difícil extenderle una carta blanca a los que llegan para robar. Pero también soy consciente de que este mini acto ridículo de protesta no tiene ninguna trascendencia.

En octubre de 1959, los habitantes de una horrenda San Pablo (Brasil) sucia y desordenada decidieron castigar a su paupérrima clase política votando por un rinoceronte. El animal existía, se llamaba Cacareco, era hembra y vivía en el zoológico. Todo empezó con una campaña en broma que terminó ganando muchos adeptos. El día de las Cacareco ganó con 100 mil votos, la segunda candidata no llegó a los 95 mil. Por supuesto, el animal no ocupó nunca el puesto de concejal y los votos fueron declarados nulos. Pero los ganadores, por lo menos, tuvieron que asumir el roche de no haberle podido ganar al unicornio más feo de la naturaleza.

Hoy votamos y seguro que muchos lo harán con poco entusiasmo. Sin embargo, mientras los nulos y blancos no sean considerados una manifestación de la voluntad del elector, mientras no se contabilicen, muchos se verán obligados a elegir entre malos hombres y mujeres con el único fin de cerrarles el paso a otros peores. ¿Puede haber algo más ajeno a la expresión de la voluntad del ciudadano que un voto en contra? Lo dudo. Cacareco corazón.

Patricia del Río es periodista