La semana pasada hemos asistido al desenlace de una crisis que se venía incubando desde tiempo atrás. Lo ocurrido en estos días constituye el segundo hito político más relevante en nuestra historia contemporánea, luego de la caída del régimen de Alberto Fujimori en el 2000.
La disolución del Congreso por el presidente de la República, el cambio forzado de un Gabinete y el amague de contar con dos gobiernos a la misma vez implican una crisis superlativa que ha podido acarrear severas consecuencias. Felizmente no ocurrió, y hoy, a siete días de los acontecimientos, todo indica que el país se encarriló a velocidad de tren bala. Está claro que hay un solo gobierno y que la vida continúa más allá de las opiniones y protestas de quienes discrepan con la legalidad de la medida y del reclamo de algunos de los afectados que claman golpe de Estado (en el extremo más ridículo, aquellos que hablan de una asonada comunista o equiparan a Vizcarra con la dictadura venezolana).
Ya se ha dicho y escrito suficiente sobre la constitucionalidad de la cuestión de confianza, así que no abundaré en el asunto. Basta decir que, en el peor de los casos, es un tema opinable y, por lo tanto, deja un margen de beneficio de duda a favor del presidente. Lo que queda claro es que cada uno jala agua para su molino: los unos señalando que la medida adolece de defectos formales (no cabía la confianza en este caso, sí le dieron la confianza, el decreto supremo no se firmó por todo el Gabinete, el candidato al Tribunal Constitucional sí fue válidamente elegido), y los otros afirmando exactamente lo contrario (se ha respetado escrupulosamente la Constitución, se le negó la confianza de facto, el decreto supremo no requiere ser refrendado por el Consejo de Ministros, el candidato no ha sido elegido porque hubo fraude e impugnaciones).
¿Era una situación deseable la disolución del Congreso? Ciertamente no. En general, implica un debilitamiento institucional en una democracia aún precaria, y genera un precedente que, de no ser regulado a partir de las lecciones aprendidas, puede ser fuente de inestabilidad en el futuro.
Sin embargo, tampoco podemos olvidar de dónde venimos: una mayoría absoluta en el Congreso a la que luego se sumó otro grupo minoritario y algunos tránsfugas de diverso pelaje que, decididos a gobernar desde sus curules, apostaron groseramente por la indecencia y la impunidad de corruptos y delincuentes de todo calibre, de sus propios grupos y de fuera.
Nos obligaron a observar con impotencia e indignación cómo falsificaban documentos, mentían en sus hojas de vida, traficaban con sus influencias, cobraban sobornos, compraban a sobreprecio, se organizaban para boicotear o manipular las votaciones a su gusto, creaban chats para el insulto y la conspiración, convocaban a sesiones secretas cuando se iban a ventilar sus asuntos, blindaban con descaro en la Comisión de Ética, le pinchaban la llanta a las investigaciones de crimen organizado, tumbaban buenos ministros sin motivo alguno, atacaban al fiscal de la Nación y al Tribunal Constitucional, usaban recursos del Legislativo para agredir y perseguir a sus enemigos, manipulaban comisiones investigadoras para proteger a sus partidarios y un largo etcétera.
¿Había que permanecer impasibles ante esta situación en aras de la estabilidad democrática? Habría que preguntarse primero si un Parlamento de esas características da la talla para hablar de democracia.
Está claro que lo que hemos vivido no es una mera crisis política. Soy de los que cree que ya fue porque se impuso el principio de realidad: no se ha movido la economía, la ciudadanía respalda la medida y la comunidad internacional sigue reconociendo a Vizcarra como presidente. Lo sucedido es la expresión de una crisis severa cuyo epicentro es la corrupción. Si no, miremos las cifras que arroja el reciente Barómetro Global de Corrupción en América Latina publicado por Transparencia Internacional hace menos de 15 días: el 96% de los peruanos piensa que la corrupción en el Gobierno es un problema grave (somos el país con la tasa más alta en la región) y el 80% piensa que la mayoría o todos los parlamentarios son corruptos (versus un promedio regional del 52%).
La corrupción erosiona la gobernabilidad. No en vano, en el Perú, ha interrumpido dos gobiernos y tenemos tantos expresidentes transitando por la justicia penal. Ojalá no tengamos que asistir a algo parecido en el futuro. Es tiempo de acelerar las reformas electoral, política y de justicia para que la historia no se repita, y tengamos autoridades de calidad que nos representen de verdad.