(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Raúl Castro

La alucinante escena final de la película , con Charlton Heston –teniente Taylor en la ficción– gritando desconsoladamente frente a los restos de la Estatua de la Libertad “lo hicieron, malditos, lo destruyeron todo”, es totalmente implacable transmitiendo su desolación. Cincuenta años después de aquel lloroso responso por una de las más potentes alegorías de lo que pudo (¿puede?) ser nuestra especie humana autodestruyéndose por su ambición de jugar a ser Dios, sin medir las consecuencias, aún no podemos relajarnos del todo.  

Estrenada en las salas de cine en marzo de 1968, en un mundo convulsionado con el estrés de la Guerra Fría, “El planeta de los simios” fue el primero de una serie de cuatro sucesivos filmes que constituyeron la más perturbadora advertencia sobre los caminos accidentados que la humanidad puede sufrir si no aquilata adecuadamente su impetuosa –y con frecuencia irresponsable– marcha hacia la sostenibilidad de sus entornos.  

Los que luego la vimos, remecidos, una y otra vez en la televisión, tampoco pudimos escapar de su severo efecto terapéutico. Y es que su ‘storytelling’ reflejaba la historia misma de nuestra especie: era el año 3978 en la Tierra, y el planeta experimentaba un futuro en el que los simios gobernaban y los humanos obedecían, subordinados sin voz, raciocinio ni voluntad. Ellos eran los civilizados y los humanos los animales. Era el resultado de una desastrosa gestión de la libertad por parte de quienes utilizaron sus conocimientos no solo para acabarse unos a otros, sino para traerse abajo consigo el mismísimo orden natural que 70 mil años de dominio del ‘Homo sapiens’ habían formado. 

¿Qué detonó este cambio civilizatorio en el mundo? Fue la hecatombe nuclear, la mayor pesadilla de la era de la Guerra Fría. Fue el desastre sistémico del uso inadecuado de tecnología bélica y brutal entonces formulada para lograr, supuestamente, el “equilibrio estratégico”. La alegoría recurrente en ese marco era llegar al final con un líder enajenado “apretando un botón”. Una imagen que hoy personas como Donald Trump o Kim Jong-un actualizan en las noticias. 

El filme fue también un punto de quiebre en las grandes narrativas culturales de la época. En esa línea, “El planeta de los simios” fue lo que Frankenstein para la Revolución Industrial –el horror a la máquina– o Godzilla para el Japón de la posguerra –la contaminación radiactiva–. La mitología que propuso fue tan efectiva que generó tras su estreno cuatro secuelas, una serie de televisión, otra de dibujos animados, videojuegos, cómics y, más recientemente, tres impactantes películas que mantienen la angustia frente a la tesis medular que se pone en discusión: ¿puede el hombre jugar a ser Dios?  

En este ‘reboot’, iniciado en el 2011 con “El planeta de los simios: (R)evolución”, el empoderamiento de los primates con la facultad del lenguaje se da luego de que el científico Will Rodman –interpretado por James Franco– en su intento por desarrollar una cura para el Alzheimer –que sufre su padre– prueba un retrovirus genéticamente modificado en chimpancés. El virus muta en los simios propiciándoles la capacidad del habla, consecuentemente, también de pensamiento abstracto y de racionalidad. Su búsqueda impetuosa sin protocolos responsables tiene consecuencias: una criatura más humana que su creador. 

Cincuenta años después de gestado este universo se están organizando sentidas conmemoraciones. La más notable es la de la Universidad del Sur de California en la que, el mes pasado, hubo conferencias para discutir su legado, y en donde se podrá apreciar hasta fin de año una exposición con el vestuario, las locaciones y fotografías de la sociedad que los simios ‘construyeron’. Los conversatorios se han centrado en los caminos de la manipulación genética y en sus impactos, aunque, sobre todo, en la ética de su manejo.  

El manejo ético de la vida es, pues, lo que está hoy en cuestión y en donde se pueden encontrar, o colisionar, la ciencia con la política, y la sabiduría con la ciudadanía. Frente a ello, las lecciones de Stephen Hawking son iluminadoras: seamos conscientes de que las leyes de la evolución no son constantes ni unilineales. Todo lo contrario. La evolución responderá a las formas en que los actores se organizan para lograr el mayor bienestar común. No estamos tarde para escucharlo.