(Ilustración: Victor Aguilar)
(Ilustración: Victor Aguilar)
Javier Díaz-Albertini

Somos una ciudad de invasores. El ambulante invade la pista, el conductor la vereda, la urbanización cierra la calle con tranqueras, los vecinos enrejan y encadenan la entrada al parque, el condominio se apropia de la playa y, también, el veraneante –al regresar a su casa– de la pista auxiliar. De este afán invasor no se libran nuestras autoridades que actúan sobre el como si fuera propio: lo inundan de cemento, tumban sus árboles, limitan su uso e imponen obras de cuestionable valor artístico.

Todas estas acciones son formas de privatización del espacio público, en el sentido que en las decisiones sobre la ciudad priman el interés personal, sea con fines económicos o no. Estos comportamientos son especialmente nefastos cuando afectan lo público, es decir, la propiedad de todos.

El espacio público tiene tres características fundamentales: el acceso universal, la trasparencia y su multifuncionalidad (admite una gran variedad de actividades ciudadanas). Está constituido por las pistas, veredas, playas, parques y plazas. Es prácticamente todo aquello que no es parte de una vivienda, negocio o entidad pública o privada.

La cantidad y la calidad de los espacios públicos en una ciudad son esenciales para facilitar la vida económica y ciudadana. En primer lugar, porque son el principal medio para ejercer el derecho al libre tránsito, una de las conquistas de la economía y política moderna. Gracias a ello el mercado laboral funciona eficientemente.

En segundo lugar, porque permiten edificar y fortalecer la democracia al brindarle a los ciudadanos y ciudadanas un esencial recurso para expresarse políticamente. En la calle y la plaza es donde se conquistó la democracia y son lugares en los cuales aún se expresa y defiende. Su uso libre y gratuito lo abre a todas las tendencias y durante nuestras vidas veremos marchas y movilizaciones algunas con las cuales comulgamos, otras simpatizamos y muchas más rechazamos. Por ejemplo, en los últimos años, las movilizaciones de diversos colectivos han informado a la población sobre sus preocupaciones y demandas: #Niunamenos, #Conmishijosnotemetas; #Noakeiko; marcha del orgullo LGTB, contra la ley ‘pulpín’ 1 y 2, y tantas más.

En tercer lugar, los espacios públicos tienen un impacto enorme en la vida cotidiana. Constituyen los lugares de encuentro de toda la diversidad ciudadana. La ciudad privada nos segrega, normalmente por razones socioeconómicas: hay barrios de clases altas, medias y bajas. La ciudad pública, por el contrario, nos congrega, sea en la plaza San Martín, en el malecón de Miraflores o la Costa Verde, el Campo de Marte, entre otros lugares. El encuentro entre los diferentes nos alienta a convivir y en el proceso nos acostumbramos a consensuar cívicamente. Aprendemos a respetar los derechos de los demás. Aunque siempre contencioso, el espacio público termina siendo una escuela de la convivencia.

La privatización de los espacios públicos obstaculiza todos estos procesos, sean económicos, cívicos o socioculturales. Hace que el limeño y la limeña se apropien de algo que no les pertenece porque es de todos. Al hacerlo, incumplen las normas, alientan la cultura de la transgresión y corrompen a los funcionarios. Y lo peor es que es la forma más común de discriminación.

Cuando contemplamos con horror cómo la mujer es maltratada en nuestras calles, muchas veces no somos conscientes de que es producto de una forma de privatización. En una sociedad machista el espacio público es masculino, así se expresa espacialmente el patriarcado. Es por ello que en la ciudad tradicional la mujer “decente” no salía sola a la calle. En la actualidad la mujer transita más por la ciudad, pero aún no es suya. El acoso permanente es la manera por la cual se le recuerda que, a pesar de estar pisando un espacio público, este todavía le es ajeno.

La saludable es aquella en la cual tenemos derecho a ser diferente, al mismo tiempo que convivimos con los demás. Es producto de la difícil combinación de la diversidad (somos diferentes) con la democracia (somos iguales) y es en el espacio público donde esto se debe concretar.