Cualquier persona que trabaja en una empresa sabe que el futuro de esta depende de la satisfacción y lealtad de sus clientes, y que, si no cumple con sus expectativas, tarde o temprano los perderá ante un competidor. Por eso, no hay empresa moderna que no estudie continuamente las necesidades, expectativas y satisfacción de sus clientes.
Lamentablemente, no es esa la práctica habitual en el Estado. Muchos funcionarios se quedarían perplejos si se les pregunta quién es su cliente. Algunos se han quedado inconscientemente en el pasado, cuando los pobladores eran súbditos de la autoridad. Otros son conscientes de que se deben al pueblo, pero el concepto no pasa de ser una entelequia, que no logran decodificar. Solo unos pocos entienden que una comisaría o un ministerio deben atender al público con la misma amabilidad y diligencia que un restaurante o un supermercado.
Una de las tendencias más importantes en atención al cliente en la actualidad es la simplicidad. Las empresas saben que la gente valora mucho su tiempo y hacen constantes esfuerzos por adaptarse a sus necesidades. Se amplían horarios de atención, se simplifican procedimientos, se crean aplicaciones para el teléfono, etc., especialmente en empresas de servicios. Basta con recordar lo que era una agencia bancaria hace 30 años –con horario reducido de atención– y compararla con el servicio de hoy –en muchos casos 24/7– para apreciar esa evolución.
Algunas entidades públicas como el Reniec van en esa dirección, pero lamentablemente otras han venido avanzando en el sentido opuesto y no solo por la actitud del personal a cargo sino por la vocación controlista que caracteriza a algunos legisladores y altos funcionarios. El reglamento de tránsito de junio de este año, que obliga a muchas horas de capacitación en mecánica y primeros auxilios para sacar o renovar una licencia de conducir simple, es un buen ejemplo de esta actitud contraria a la tendencia a la simplificación que demanda hoy la ciudadanía.
El desconocimiento del funcionario sobre quién es su cliente incluye la confusión entre el cliente final y los grupos de interés. El Ministerio de Trabajo, por ejemplo, debe actuar pensando en todos los integrantes de la PEA, sin embargo, tradicionalmente ha prestado mucha más atención a la población sindicalizada, cuyos intereses pueden ser a veces opuestos a los de las grandes mayorías que trabajan en pequeñas empresas.
Una justificación que se suele escuchar es que es difícil saber lo que quieren las grandes mayorías porque están desorganizadas. Es una justificación tan pobre como si una empresa de consumo masivo dijese que no puede preguntar a sus consumidores cómo mejorar sus productos porque estos no están organizados. La investigación de mercados tiene décadas ayudando a las empresas a tomar mejores decisiones con estudios entre muestras representativas de los distintos tipos de consumidores.
Por mi actividad profesional sé que a algunas autoridades les interesa conocer la aprobación a su gestión entre los distintos públicos que atienden y los motivos de desaprobación para actuar sobre ellos, pero muy pocas entidades públicas miden la satisfacción con los servicios que brindan, para mejorar el servicio; y es aun más infrecuente que se recurra a la investigación social para entender las necesidades y actitudes de la ciudadanía de manera de formular mejores políticas públicas y poder luego comunicarlas eficazmente.
La tendencia moderna en la gestión pública es a la toma de decisiones basada en evidencias, en contraposición a la tradicional toma de decisiones basada en presión política. La manera tradicional de legislar y reglamentar no es necesariamente negativa pero sí insuficiente. Sería como lanzar una nueva variedad de jugos o de galletas porque le gustan a los dueños o gerentes de la empresa fabricante. Lo que hace cualquier empresa moderna es testear ese nuevo producto con consumidores potenciales. Lo mismo debe hacer el Estado: consultar directamente a los beneficiarios potenciales y no limitarse a conversar con grupos interesados.
Consultar a los ciudadanos no garantiza el apoyo a una medida –como tampoco garantiza la viabilidad de un producto un estudio de mercado–, pero sí aumenta su probabilidad de éxito. ¿La tristemente célebre ‘ley pulpín’ habría tenido que ser estrepitosamente derogada hace un par de años si se hubiese investigado el concepto con los distintos tipos de jóvenes que pretendía favorecer y si se hubiese afinado luego la norma y la comunicación? No lo sabemos con certeza, pero sí sabemos que el método político tradicional de concertarlo con la oposición en el Congreso fue claramente insuficiente. La ciudadanía demanda ser escuchada directamente.