(Foto: Archivo El Comercio)
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Enzo Defilippi

Este viernes, el presidente Kuczynski dará su segundo mensaje a la nación en una coyuntura que, en mi opinión, es especialmente crítica.

Por un lado, porque mucha gente se siente decepcionada por los resultados del último año. Ello quiere decir que si el presidente ha de mantener, hasta el final de su gestión, un nivel mínimo de popularidad que le permita gobernar con una agenda propia en vez de estar reaccionando ante la que le imponen terceros, deberá compensar, con los logros de los próximos 12 meses, los que no pudo alcanzar los 12 pasados. Por otro, porque difícilmente verán la luz las reformas importantes que no se emprendan antes del tercer mensaje presidencial, y lo que más urgentemente necesita el Gobierno es una reforma que impacte positivamente en la vida de los peruanos y que pueda ser identificada con él.

A diferencia del 28 de julio del año pasado, el presidente enfrenta hoy una crisis de confianza. Necesita que un número suficientemente grande de peruanos vuelva a creer en él. En su capacidad para liderar el país, combatir la delincuencia, mejorar la atención en los hospitales, profundizar la reforma educativa y generar empleo digno.

Por eso, recuperar la confianza debería ser el objetivo del próximo mensaje presidencial y de la estrategia política que debería acompañarle. Pero hay que tener en cuenta que difícilmente recupera la confianza quien no es capaz de hacer una autocrítica sincera. Y, lamentablemente, las recientes declaraciones del presidente Kuczynski no son el mejor augurio.

En la entrevista que publicó este Diario el 16 de julio, por ejemplo, dice que los mayores errores de su gobierno son haber pecado de optimismo y no haber previsto el fenómeno de El Niño y la dimensión del escándalo Lava Jato. Pero como todos sabemos, esas ni siquiera se acercan a las verdaderas razones que dilapidaron el entusiasmo que acompañó su elección. Fueron su resistencia a hacer política, sus declaraciones poco afortunadas, su ingenuidad para lidiar con la mayoría opositora, la elección poco feliz de algunos de sus ministros, las marchas y contramarchas en la toma de decisiones (como la del indulto a Alberto Fujimori o el ‘zar’ de la reconstrucción), la falta de firmeza para defender a Jaime Saavedra, la obstinación con la adenda del aeropuerto de Chinchero (aun cuando su ilegalidad e inconveniencia ya eran obvias), y la insistencia en medidas económicas en las que, como nunca, existe consenso de que no se debieron ni plantear (como reducir el IGV o sobreajustar el gasto público). ¿Qué tienen que ver estas razones con un exceso de optimismo, el fenómeno de El Niño o Lava Jato?

Los yerros en la conducción del Gobierno han sido demasiado obvios como para que funcione la estrategia de responsabilizar a las circunstancias o a alguien más. Lo más conveniente en estas circunstancias no es negar lo obvio, sino hacer una autocrítica sincera que permita dejar el pasado en el pasado. Bien podría decir el presidente ante el Congreso: “Nos equivocamos en A, B y C y aquí están los proyectos de ley para retractarnos”.

Reconocer errores es siempre duro para la gente poderosa, pero quien no lo hace demuestra escaso propósito de enmienda. Y eso sí es difícil de perdonar.