‘Cacocracia’ es un término formado por la unión de dos palabras griegas: ‘kakós’ y ‘kratos’. ‘Kakós’ significa malo o malvado. De esta palabra, a su vez, deriva la voz latina ‘cacus’. Este fue el nombre de un gigante mitad hombre, mitad sátiro, que vomitaba fuego y humo. San Agustín llamaba al diablo ‘kakós’, por ser feo, raro, sucio y malvado.
Luego, el término ‘kakós’ se convirtió en sinónimo de ladrón (caco), pero no de cualquier tipo, sino solo del que roba con habilidad y sin recurrir a la violencia. Una especie de ladrón fino, elegante, al estilo de la película francesa “Rififi”.
La cacocracia, entonces, es el gobierno de los que roban. Algunos incluso la definen como el gobierno de los corruptos. Alude a una sociedad gobernada por autoridades corruptas en donde convergen la cleptocracia (el poder de los que roban) y la ineptocracia (el gobierno de los incapaces). Peor alianza que esta no puede existir para la desgracia de los pueblos.
Por su parte, ‘cleptocracia’ proviene de cleptómano; esto es, el que agarra las cosas del otro, el que hace suyo lo que no le pertenece.
Si se juntan la ‘cleptocracia’ y la ‘ineptocracia’ tenemos entonces a la peor ‘cacocracia’, pues el cacócrata no es más que un gobernante caótico y degradado que repele del gobierno a los más honestos y talentosos. Tenemos, así, un gobierno de ladrones e incompetentes. Un sistema en el que los gobernantes se embarran las manos con la corrupción.
La suciedad de la corrupción ha arrojado su pestilencia a lo largo y ancho del Perú y de Latinoamérica. El continente apesta, precisamente por esa alianza entre gobernantes y empresarios corruptos.
No todos los políticos son corruptos, es cierto. Pero cuando los líderes más importantes se corrompen sin importar su ideología (porque, como ha quedado demostrado, la corrupción es transideológica), entonces se ensucia la política, y el ciudadano que creyó y votó por sus líderes sufre una gran decepción al ver que un dignatario ha caído en lo más bajo.
Precisamente, la palabra dignatario hace referencia a que la autoridad –el que gobierna– debe erigirse por encima de las cosas mundanas y pasajeras como el poder y el dinero. Y que, si estos lo derrotan y termina por caer en la sucia pocilga de la corrupción, el gobernante pierde entonces dignidad y se convierte en una especie de cosa que se aliena y que se somete a lo inmoral, a aquello que destroza la ‘mores’ (las buenas costumbres).
En su clasificación de las formas de gobierno, el filósofo musulmán Alfarabi reconocía el régimen vil, uno constituido por la oligarquía de los griegos en el que los gobernantes se envilecían por el dinero y, en consecuencia, se desentendían del bien común.
Decía Kant, “solo las cosas tienen precio, los hombres no tienen precio porque tienen dignidad”. A la luz de lo que estamos viendo en estos tiempos tanto en el Perú como en Brasil y en otros países, el genial filósofo alemán debió decir, en lugar de “los”, que solo “algunos hombres no tienen precio porque tienen dignidad”. Esto último porque, lamentablemente, después de lo visto, hemos podido constatar que muchos de nuestros ‘dignatarios’ han tenido, efectivamente, un precio.
Finalmente, cito una frase del ex presidente Alan García, quien llegó a decir alguna vez: “Yo no he nacido ladrón”. Nadie ha nacido ladrón, señor García, pero es en el andar en donde uno puede volverse ladrón. Que descanse en paz.