En unos años, cuando se escriba la historia de las primeras décadas del siglo XXI, muy probablemente se contrasten las expectativas con las que estas iniciaron con las frustraciones que llegaron después.
Los años 80 y 90 del siglo pasado fueron extremadamente duros para los peruanos. Los desastres económicos y de corrupción que nos dejó Alan García, sumados al terror y la destrucción que desató Abimael Guzmán, empezaban lentamente a ser reparados, y no se puede negar el mérito que en ello tuvo Alberto Fujimori. Lamentablemente, esto vino con un precio muy alto en términos de corrupción, autoritarismo y violaciones a los derechos humanos.
La huida de Fujimori a Japón y la designación de Valentín Paniagua como presidente transitorio parecían abrir un horizonte nuevo de decencia en la política peruana.
Este se fue desvaneciendo año a año, pero la ilusión de que era posible mejorar, pese a los políticos, mantuvo la esperanza en alto por un buen tiempo. Después de todo, con políticas sensatas, mantenidas de gobierno a gobierno, la economía creció a niveles nunca pensados y muy por encima del promedio regional; y, lo más importante, la pobreza disminuyó del 55% en el 2001 al 20% en el 2019.
Pero ya en el 2017 el Caso Odebrecht nos estallaba en la cara, confirmándonos que la corrupción a gran escala no había acabado con Fujimori y Montesinos; que una parte nada desdeñable de la bonanza económica del nuevo siglo se la llevaban políticos corruptos y no pocos empresarios de la construcción.
Las últimas semanas, el tema ha regresado al centro de la actualidad noticiosa con la extradición de Alejandro Toledo, quien, hasta donde se sabe, fue el que más se habría enriquecido con las coimas de Odebrecht.
Pero el Perú habrá de recordar de estos años un trauma incluso mayor: los efectos del COVID-19. Su magnitud de cataclismo se puede resumir en que, con 219.539 muertes, la mortalidad per cápita del Perú fue la peor del planeta y que, a su vez, el PBI cayó en casi 10% en el 2020, regresando a millones a la pobreza.
Aun sabiendo que nuestro sistema de salud distaba mucho de estar entre los mejores, fue durísimo saber que, al inicio de la pandemia, en todo el sistema público había menos de dos camas UCI por cada 100.000 habitantes. Luego vendría la desesperación por el oxígeno y el sufrimiento de tantos que tuvieron que ver morir a seres queridos que, con una adecuada atención, probablemente se hubieran salvado.
Al inicio, la sensación generalizada fue que, dentro de las circunstancias, Martín Vizcarra estaba haciendo lo posible. Pero creo que hay ahora un consenso importante sobre que cometió graves errores en el enfrentamiento del problema.
Para empezar, al tratar de mantener cerrada por demasiado tiempo la economía en un país 75% informal; donde, si no se trabaja, no se come. Seguido por no usar la consolidada logística de las grandes empresas de consumo para hacer llegar la ayuda, confiando para ello en alcaldes que no estuvieron a la altura o se corrompieron. Esa visión estatista excluyó también a las iglesias y a sus redes en la canalización de los recursos para atender a los más urgidos. Agréguese el grave error de priorizar las pruebas rápidas, que con su alto margen de error hacían imposible focalizar adecuadamente el virus.
Entre tanto, Vizcarra se vendía muy bien y, además, no sabíamos las cosas que escondía.
Es que, desde mucho antes, el gobernador regional “estrella” actuaba, más bien, y de acuerdo con múltiples evidencias, como Toledo: pedía coimas por obras y, si se demoraban en pagárselas, iba a presentar sus reclamos. Luego supimos también que para su llegada a la presidencia conspiró en secreto con los vacadores y puso como primer ministro al principal promotor de aquello, César Villanueva, otro falso valor, hoy parte de los encausados por recibir coimas de Odebrecht.
Pero lo que supimos después fue un verdadero shock para el país: se había vacunado en secreto para evitar el riesgo de morir por el COVID-19, que todos lo demás peruanos teníamos. No fueron las ratas, sino el capitán el que abandonó primero el barco (¡y sin que los pasajeros lo supieran!). Con el agravante de que, recién asumido, Francisco Sagasti constató que su predecesor no había dejado un solo contrato firmado para que los demás nos vacunáramos, pese a lo enfático que había sido en afirmar lo contrario.
Parece que, como Toledo, Vizcarra finalmente también se va a encontrar con su destino. Ello, dado el reciente pedido de la fiscal de la Nación al Congreso para que se levante su inmunidad para ser investigado, también, por el delito de concusión.
¿Podrá todo este proceso de expiación y sanción a quienes, como ellos, ofendieron tanto a la nación que dirigieron ayudar a recuperar la ilusión de un futuro mejor?
En todo caso, no todavía. Dina Boluarte, ya con demasiada frecuencia, repite los peores vicios de los gobiernos precedentes. Y no se diga nada de este Congreso que, ya pocos dudan, es el peor de todos.
Quizás en unos años más, y ya cansado de golpearnos tan duro, el destino se compadezca y podamos mirar de nuevo con ilusión el futuro.