(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

“Fui abusada por mi primo de 15 años desde los 4 hasta los 8 años, me hacía creer que era un juego. Cuando mi papá se enteró solo habló con su familia y no quisieron denunciar porque se iba a pelear con su cuñado. No fue preso”. 

“Me violó un coordinador en la noche de la fiesta de disfraces. Fuimos a juicio y lo absolvieron por dudoso. El disfraz no estaba roto, pero mi cuerpo sí. Hoy mi violador está libre en las calles. Lo cuento porque ya no me callo y no dejo de luchar por mi cuerpo”. 

Las anteriores son algunas de las historias que se pueden encontrar en redes sociales bajo la etiqueta #Cuéntalo. Esta semana, cientos de miles de mujeres han narrado ahí las vejaciones y ultrajes –algunos brutales, otros venenosamente cotidianos– a los que se exponen por el simple hecho de serlo. 

La iniciativa en España surgió tras la sentencia del Caso La Manada. Cinco energúmenos metieron a una chica en el portal de un edificio y la penetraron por boca, ano y vagina mientras filmaban y se partían de risa. Después de satisfacerse, la abandonaron ahí mismo y le robaron el teléfono, para que no pudiese buscar ayuda. Paralizada de terror, durante toda la agresión, la chica fue incapaz de gritar o negarse. Al no hallar en los videos resistencia activa por su parte, la audiencia provincial de Navarra resolvió que no se trataba de una violación, sino solo de un abuso. Uno de los jueces, ni siquiera eso. En su voto discrepante, calificó lo ocurrido como “jolgorio” y “regocijo”. 

El fallo despertó la indignación general, y sacó a la calle a miles de personas por todo el país para protestar. Para los manifestantes, el tribunal no apreció la intimidación y violencia suficientes en el episodio solo porque los jueces compartían el punto de vista masculino reinante en las instituciones, según el cual, es posible que la víctima haya disfrutado los hechos y luego haya puesto una denuncia por simple despecho. Quizá incluso porque quería más.  

Al calor de la polémica, la periodista y escritora Cristina Fallarás decidió desafiar ese punto de vista e invocó a las mujeres a contar en las redes sus historias particulares de abuso y violencia: desconocidos masturbándose enfrente de ellas, maridos que las llaman “putas” enfrente de sus hijos, novios que las fuerzan a tener sexo, parientes que las culpan de haber sido violadas por llevar minifalda. En cuestión de horas, Fallarás había recibido cientos de respuestas. Tuvo que dejar de leerlas para echarse a llorar. Según ella: “Estamos construyendo aquello que las escritoras no hemos logrado: nuestro relato”.  

La iniciativa cruzó el Atlántico más rápido que un avión. América Latina ostenta un nivel de machismo escalofriante. Catorce de los 25 países con la mayor tasa de feminicidios se encuentran en la región. Y toda esa furia contenida encontró en las redes una válvula de escape: durante solo un día, en Argentina, 430.000 trinos llevaban la etiqueta #Cuéntalo, según el diario “Clarín”. 

La violencia contra las mujeres se nutre del silencio, de una cultura que culpa a las víctimas de sus propias agresiones, y como culpables, las obliga a callar. Para cambiar esa cultura, es fundamental que ellas –y los policías, y los jueces, y los políticos– sepan que no han hecho nada malo, que no están solas y tienen derecho a exigir justicia. En esa lucha, #Cuéntalo ha abierto una trinchera poderosísima, y nos ha recordado a todos que nuestras historias del pasado sirven para cambiar el futuro.