"Jamás apareció un ciudadano reclamando que le hubieran falsificado la firma, nadie denunció una suplantación, ni uno solo de los millones de peruanos que estaban facultados para votar levantó la mano señalando algo irregular". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
"Jamás apareció un ciudadano reclamando que le hubieran falsificado la firma, nadie denunció una suplantación, ni uno solo de los millones de peruanos que estaban facultados para votar levantó la mano señalando algo irregular". (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
Patricia del Río

La fiscalía archivó el caso sobre presunto en las elecciones presidenciales del 2021. Le puso, con esto, punto final a lo que para muchos era una verdad desde el inicio: ganó las elecciones limpiamente. Por pocos votos, sí, pero ganó. Los que no sucumbimos a la idea del fraude no estuvimos motivados por nuestras convicciones políticas, ni porque nos creamos moralmente superiores, ni porque seamos cojudos; simplemente no avalamos una teoría que no se solventaba en ningún dato objetivo.

Jamás apareció un ciudadano reclamando que le hubieran falsificado la firma, nadie denunció una suplantación, ni uno solo de los millones de peruanos que estaban facultados para votar levantó la mano señalando algo irregular. Hubo sospecha de firmas falsas (en virtud de que las grafías aparecidas en los padrones no se parecían a las del DNI), desconcierto por la movilidad del voto entre primera y segunda vuelta, e incredulidad por la masiva votación de Perú Libre en determinadas localidades. No más. Argumentos que podían mover las sospechas, pero que no pudieron ser refrendados por hechos comprobables. Los organismos electorales así lo señalaron y los observadores internacionales le dieron su respaldo al proceso.

Y sin embargo, la teoría del fraude, que nunca tuvo ni pies ni cabeza, nos hizo más daño como sociedad de lo que, hasta ahora, nos está haciendo el tetelemeque gobierno de Pedro Castillo. Enfrentó a los peruanos en discusiones agresivas, provocó que muchos periodistas (cuyo deber es decir la verdad aunque duela) perdieran su trabajo, entronizó a líderes de pacotilla (recicló a otros) cuyo único interés fue subirse a los estrados para recuperar sus carreras políticas venidas a menos, debilitó instituciones y masacró honras. Un desangre innecesario y absurdo frente a una realidad que ya no se podía cambiar. Los ciudadanos habían votado por uno de los peores candidatos de nuestra historia y había que respetar la voluntad popular.

¿Cómo se gestó toda esta histeria colectiva que llevó a tanta gente a blandir argumentos insostenibles? En primer lugar hay que separar a los que encontraron en la teoría del fraude una oportunidad para automarketearse –y así ganar notoriedad– y los que estaban realmente asustados. Muchos peruanos bienintencionados veían en un posible gobierno de Castillo el riesgo de perder lo que con esfuerzo habían ganado a lo largo de su vida. Y sí pues, en un país que ha superado el terrorismo y una de las crisis inflacionarias más terribles del mundo, una trasnochada aventura comunista daba pavor. De ese horror se colgaron los perdedores de siempre que quisieron asaltar el poder de manera ilegal. Sobre ese susto legítimo se montaron para desarrollar un discurso de elecciones fraudulentas que fue abrazado por quienes necesitaban escucharlo. La tormenta perfecta entre el oportunismo y la necesidad.

Hoy, el presidente que está en Palacio de Gobierno ha sido ratificado por la justicia. Los necios de siempre seguirán ventilando la teoría del fraude porque si no tendrían que reconocer que todo su alboroto fue un bluf. Pienso, sin embargo, que todavía quedan peruanos decentes que deberían asumir su error y manifestarse públicamente al respecto. El “New York Times” resaltó esta semana el comportamiento de Jennifer Nuzzo, una experta en salud pública muy respetada en redes sociales. Nuzzo es un referente para periodistas y la ciudadanía por su capacidad para explicar temas complejos sobre el COVID-19; pero, como muchos expertos que manejan información incierta, ha metido la pata más de una vez. La tuitera estrella tiene la costumbre de hacer una periódica revisión de la información que ha difundido y señalar en qué casos fue imprecisa o se equivocó en sus predicciones. El ejercicio de rendición de cuentas no le ha quitado credibilidad, al contrario, ha generado más confianza entre sus seguidores.

¿Habrá intelectuales, líderes de opinión, periodistas, ciudadanos de a pie o políticos capaces de reconocer que la embarraron? ¿Habrá quién se atreva? Pago por ver.

Contenido sugerido

Contenido GEC