El economista más importante del siglo XXI, cuando se redescubran a cabalidad sus contribuciones, será el rumano Nicholas Georgescu-Roegen (1906-1994). El espacio nos impide exponer sus aportes para refundar la ciencia económica, como la aplicación de la Ley de Entropía a la Economía, lo que nos obliga a resumir sus propuestas de política bioeconómicas, más conocidas como del ‘decrecimiento’.
Serge Latouche, su principal propulsor, sintetizó los planteamientos de Georgescu-Roegen en erres interdependientes. Si bien estos principios aún suenan utópicos, ya se gesta una masa crítica que le daría la viabilidad política necesaria para cambiar el actual sistema irracional de producción-distribución-consumo-desecho, basado en los libres mercados.
En lo que a los consumidores se refiere, las erres pueden reordenarse en torno al célebre eslogan de Gandhi: “Vive simple, para que otros puedan simplemente vivir”. Así propone: revaluar (los valores locales, de cooperación y humanistas frente a los globales, individualistas y consumistas), reconceptualizar (el estilo de vida, centrándolo en la suficiencia y la simplicidad voluntaria), reducir (la compra de mercancías “posicionales” a cambio de bienes “relacionales”, lo que permitiría transitar a un estilo de vida de ‘plenitud’), repensar los satisfactores (bienes y servicios de consumo, que puedan cubrir las “necesidades axiológicas y existenciales” de las personas), reeducar (para valorar el mayor ocio de manera creativa, en una economía caracterizada por cada vez menos horas voluntarias de trabajo) y, entre muchos otros, reutilizar y reciclar (para alargar el tiempo de vida de los productos y, así, evitar el consumo y el despilfarro exagerados).
Por el lado de la oferta (producción), las principales erres serían: reestructurar (adaptar el aparato productivo y las relaciones sociales en función de la nueva escala de valores, combinando ecoeficiencia y simplicidad voluntaria), reconvertir (distribuir la tierra, transfiriéndola del agroindustrial y de especulación inmobiliaria, para su disposición agroecológica local), remodelar (sustituir los esquemas de producción hacia tecnologías limpias y que ahorren energía, dirigiendo todas nuestras energías hacia un uso más directo de las de fuente eólica y marina, pero sobre todo de la solar), recusar (la producción de bienes difíciles de arreglar y, especialmente, de los que están sujetos a la “obsolescencia planificada”), redefinir (un sistema tributario que cambie la base impositiva, cargando su peso hacia aquellas actividades más intensivas en flujos materiales derivados de la extracción de recursos no renovables), relocalizar (tender a la autosuficiencia local relativa para satisfacer las necesidades prioritarias, disminuyendo el consumo intensivo en energía, a cambio de los bienes relacionales o del ocio) y redistribuir (la riqueza, sobre todo en las relaciones entre y al interior del norte y del sur).
Así, el ‘decrecimiento’ permitiría el crecimiento del ser humano y la sostenibilidad del planeta. A ese respecto resultan ilustrativos los documentos presentados la semana pasada: el tremendo contraste entre los tímidos acuerdos adoptados por la COP 20 (“Llamado de Lima a la acción climática”) con la valiosa Declaración de Lima, plasmada en la Cumbre de los Pueblos frente al Cambio Climático, la que refuerza las tesis del decrecimiento.