“Nosotros no podemos fallar, bajo el favor de la amable Providencia, en la obtención del destino superior que nos espera”, afirmó James Monroe en su discurso inaugural de 1817. Con una claridad de pensamiento que transmitió a sucesivas generaciones de servidores públicos, el teórico de la doctrina que lleva su nombre (“América para los americanos”) definió el derrotero de un puñado de excolonias dispuestas a conquistar el mundo. Porque era el deber de los Estados Unidos “extender la civilización cristiana, aplastar el despotismo, elevar a la humanidad y hacer”, de acuerdo a Orville H. Platt, que “los derechos del hombre prevalecieran”. A pesar de decenas de grandes equivocaciones, entre ellas la enmienda redactada por el mismo Platt en detrimento de la autonomía política de Cuba, Estados Unidos fue desplegando su poder mundial, incluso a sangre y fuego. Más aún, la república que tanto impresionó a los viajeros decimonónicos, entre ellos a Domingo Sarmiento, logró superar la vergonzosa derrota en Vietnam, manteniendo incólume la noción del destino manifiesto, al menos en la mente de centenares de diplomáticos, militares y burócratas que la servían fielmente en ultramar. Tanto es así que en el 2007 el almirante Gary Roughead afirmó que un barco norteamericano con su bandera flameando era la expresión más elaborada de un pueblo que garantizaba su control, disuadiendo a sus enemigos en los confines de la Tierra.
En su excelente libro “No Higher Law: American Foreign Policy and the Western Hemisphere, since 1776”, el profesor Brian Loveman analiza cómo EE.UU. respondió, a lo largo de más de dos siglos, al llamado de la historia. Escrito a inicios de la llamada “guerra contra el terror”, el libro establece conexiones entre la política doméstica, la visión estratégica norteamericana y su política exterior en la cual la defensa de los valores del hemisferio occidental, entre ellos la libertad económica y la democracia, serían los objetivos fundamentales. Sin embargo, la política exterior de EE.UU., en especial sus brutales prácticas en América Latina –sobre todo, en la década de 1950–, contradijeron los principios y el idealismo proclamados por sus líderes. Con honrosas excepciones, los gobiernos americanos desfiguraron su reclamo a un excepcionalismo político y moral.
El capítulo Donald Trump puede verse como el trágico epílogo de una historia de tensiones, contradicciones y apetitos desmedidos. De corporaciones tomando por asalto el Congreso norteamericano, como muy bien lo vaticinó hace más de un siglo José Martí. Sin embargo, en esta oportunidad lo que está en juego no es una invasión más o una operación encubierta de la CIA, sino la seguridad nacional y el mantenimiento de un sistema de alianzas que tiene a Ucrania como uno de sus baluartes. Trump, el hombre de los excesos ochenteros, del “Twitter non stop” y las 14.000 mentiras de acuerdo a quienes las vienen contabilizando, tuvo una conversación “perfecta” con el presidente de Ucrania. En ella, según una serie de testigos, abusó de su poder, sobornó con el dinero de los contribuyentes al mandatario de un país amenazado por Rusia, sobrepuso sus intereses a los de la nación que representa y dañó de manera profunda más de doscientos años de historia diplomática norteamericana. Monroe debe estar revolcándose en su tumba en medio de un ataque de furia.
De los testimonios que forman parte del proceso de ‘impeachment’ que se le sigue al presidente Trump, hay uno que impacta por su relación directa con el estado actual de la política exterior norteamericana. El embajador Taylor, con varias décadas de servicio público, señaló la existencia de una “diplomacia informal”, operada por Trump y sus amigos con la finalidad de avanzar sus intereses personales en Ucrania y pareciera que en otras partes del mundo. En innumerables ocasiones Taylor, quien reemplazó en Ucrania a otra embajadora de carrera hostilizada por la administración Trump, se quejó del rumbo de una diplomacia sin horizonte, lamentándose de que finalmente sería Rusia la beneficiada ante la ausencia de convicciones de quien dirige la Casa Blanca. Hablando de ello, en el camino a este ‘impeachment’, cuyas audiencias son seguidas por millones de norteamericanos, va perfilándose la personalidad de un mandatario errático, incapaz de concentrarse en temas importantes y, lo que es peor, aún reacio a ser aconsejado por los expertos en seguridad nacional. Entre las decenas de historias que empiezan a filtrarse del día a día en la Casa Blanca destaca aquella de un servidor anónimo que la describe como el piso 26 del Trump Tower. Donde un millonario enloquecido lleva sus negocios como le da la gana. Cuando Nancy Pelosi decidió dar inicio al proceso del ‘impeachment’ recordó a Tom Paine (“los tiempos nos han alcanzado”) pero también a Benjamin Franklin quien dijo que no bastaba tener una república sino que era menester cuidarla. Estamos siendo testigos de cómo las repúblicas pueden fácilmente disolverse porque sus máximos representantes no solo no las cuidan sino porque no sirven al interés general. Pareciera ser que el nosotros ya dejó de importarles.