La deuda pendiente, por Carmen McEvoy
La deuda pendiente, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

En 1984, camino a Tastabamba, distrito de Chungui, fuerzas combinadas de la Ronda Campesina de Pallccas y efectivos de las Fuerzas Armadas realizaron una incursión en la que detuvieron a 18 mujeres a quienes encerraron en una casa. Al día siguiente, cuando los militares y ronderos ya se habían marchado, los pobladores las encontraron muertas y desfiguradas por los disparos. Tiempo después, 600 integrantes de una columna de Sendero Luminoso entraron a un anexo del mismo distrito. Los atacantes, algunos de ellos encapuchados, portaban armas de fuego, además de palos, cuchillos y huaracas. Ese día, los comandos de la muerte asesinaron, principalmente a puñaladas, a casi 40 personas, entre niños y adultos. A continuación, el pueblo fue saqueado y luego quemado debido a que sus habitantes se organizaron en comités de autodefensa.

Una buena parte de los miles de peruanos que perecieron en la “guerra milenaria” declarada al Estado Peruano por un puñado de fanáticos, liderados por Abimael Guzmán, fueron enterrados en fosas comunes que ellos mismos cavaron. Ese fue el caso de los asesinados, luego de una cruel tortura, por una columna del Ejército, en el sector de Picchi Cucho. Sin embargo, la mayor matanza de población civil, de la que se tiene recuerdo, ocurrió en Chungui, un distrito de la provincia de La Mar, en la región Ayacucho, donde murieron 1.384 personas entre 1983 y 1994. De acuerdo al Ministerio Público, los perpetradores fueron miembros de Sendero Luminoso, comités de autodefensa y fuerzas del orden o policiales. En la zona más devastada por la violencia, denominada Ojo de Perro, se encontraron, hace un par de años, 19 fosas. Ellas contenían los restos de 56 civiles, entre ellos 13 menores (el más pequeño de dos años) y dos mujeres, probablemente fusilados y desmembrados, según observan los expertos. En la escena del crimen aparecieron casquillos de fusil de guerra calibre 77, pertenecientes a la fábrica de armas y municiones del Ejército.

En la última década se han excavado 4.080 fosas en Ayacucho, Apurímac y Huancavelica. En este trabajo de reconocimiento de la identidad de las víctimas del fuego cruzado entre las huestes de Sendero Luminoso y columnas del Ejército ha cumplido un rol fundamental José Pablo Baraybar y el Equipo Peruano de Antropología Forense. Mediante este invalorable esfuerzo se han recuperado 2.040 restos humanos, e identificado 1.211 víctimas con pruebas de antropología forense y exámenes de ADN. 

La semana pasada, el Ministerio Público entregó a sus familiares los restos de medio centenar de víctimas de la violencia. Los cajones blancos que vimos en la catedral de Ayacucho corresponden a algunos de los ciudadanos peruanos asesinados en Chungui. Duele mucho ver la ausencia del Estado en un acto tan importante por su dimensión humana e inclusiva, para usar esa palabra que gusta tanto al gobierno de turno. Porque un cadáver sin nombre tirado en una fosa pérdida es el acto de exclusión y agresión más cruel que se puede cometer contra un ser humano. El silencio del Estado –salvo un escueto comunicado– obliga a recordarle la necesidad de un plan nacional de exhumaciones. Una política posconflicto, como propone Gisela Ortiz, que otorgue recursos para saldar esa deuda pendiente que tiene el Perú con miles de conciudadanos. Ellos claman por los cuerpos de sus familiares, pero también por una justicia que sea implacable contra los que los condenaron a la muerte y al olvido.