“Vi la dimensión trágica de la gran ciudad: personas desmayadas, grupos aglutinados frente a una radio desde donde se oía la voz del alcalde con un mensaje lacónico: 'estamos bajo ataque'”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“Vi la dimensión trágica de la gran ciudad: personas desmayadas, grupos aglutinados frente a una radio desde donde se oía la voz del alcalde con un mensaje lacónico: 'estamos bajo ataque'”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Alexander Huerta-Mercado

Estaba tomando café en un café (en realidad, tomaba desayuno) y me había perdido en mis pensamientos. No hacía mucho que había llegado a y había tenido mis primeras clases. Andaba medio perdido. Esa mañana, había salido temprano con el fin de poder desayunar en el camino. Recuerdo perfectamente haber visto frente a mí, de manera imponente, a las –esos dos gigantes plateados que contrastaban con el cielo celeste– y haber pensado: “los americanos quieren demostrarnos que estarán aquí por siempre”. Diez minutos después, las vería arder y, luego, desaparecer para siempre bajo el polvo.

Pero volvamos al café. Sentí un trueno y pensé que llovería y, como en la canción, “vi gente correr”. Salimos a la calle y vimos en uno de los edificios un agujero que tenía la forma de un centro con dos alas, lo que generó algunas risas entre nosotros. Una nube de papeles salió volando de las oficinas e incluso describieron una curva; parecían una bandada de gaviotas. La sonrisa la perdí cuando percibí con horror que había personas cayendo desde lo alto del edificio. Me quedé inmovilizado mientras veía a seres humanos precipitándose a gran velocidad, mostrándonos la impresionante fragilidad de nuestras vidas. Movían los brazos con desesperación, la gravedad los hacía cambiar de posición en el aire, caían a una velocidad increíble desde una de las edificaciones más altas jamás construidas.

Estaba tan absorto y sorprendido al ver la muerte desfilar frente a mis ojos que no me percaté de que se aproximaba un segundo avión. Fue un estallido que generó una nube cremosa naranja, negra y gris, que se abrió en cámara lenta frente a nosotros, generando una avalancha y desatando el pánico. Corrí por un instante, pero mi memoria me recordó lo que tanto había vivido en mis años escolares y universitarios con atentados en Lima: huir de la escena de una explosión nos convertía en sospechosos, así que preferí detenerme y cubrirme tras un muro. Era absurdo, pero la situación también lo era. Dos mujeres se escondieron detrás de mí y conversamos a gritos porque todo se inundó de ruido. Una de ellas gritó que había sido un segundo avión y yo les dije que eso era imposible; hasta hacía unos segundos todo parecía un accidente. Paulatinamente, nos daríamos cuenta de que no lo era. La otra mujer me gritó que y yo le respondí, también con un grito, que el edificio no se podía caer. Recordaba los eventos de , cuando los edificios resistieron de pie a la gran explosión. Deduje dos cosas erróneas en menos de 30 segundos, mientras un helicóptero sobrevolaba la zona, la gente caía desmayada, había llantos por doquier y llegaban camiones de bomberos ocupados por héroes que pronto fallecerían dentro de ese infierno. Decidí avanzar por la avenida Broadway, que cortaba Manhattan en dos y que parecía incendiarse, y vi la dimensión trágica de la gran ciudad: personas desmayadas, grupos aglutinados frente a una radio desde donde se oía la voz del alcalde con un mensaje lacónico: “estamos bajo ataque”.

No hubo clases ese día ni en los 10 siguientes. No pude volver al sitio en el que vivía porque se encontraba en la Zona Cero. Pasé una noche en la biblioteca y me comuniqué con mi familia en el Perú. Gracias a ellos, me enteré de que las torres habían colapsado, porque la nube de polvo no me había permitido entender lo que estaba pasando y, mucho menos, por qué estaba pasando. A los estudiantes internacionales, nos ofrecieron la posibilidad de dormir en el gimnasio de la universidad. Como no estábamos seguros de quién estaba vivo y quién no, firmamos en un mural nuestros nombres con la esperanza de poder encontrar a nuestros compañeros. Dos días después del atentado, me reencontré con Tae Hyung, con quien nos habíamos conocido hacía una semana y compartíamos dormitorio: un coreano y un peruano abrazándonos emocionados en medio del caos.

Las grandes avenidas estuvieron desiertas, cubiertas con las fotos de los rostros de desaparecidos puestas por familiares que clamaban por algo de información. Lo más probable era que todos esos rostros hubieran fallecido. Pasé muchas noches deambulando por ese desierto urbano. En la bruma, recordaba cuando, como estudiante de antropología en la PUCP, nos enteramos de que nuestro amigo y compañero querido, César Cortez, había fallecido en Tarata. Recordaba una conversación que tuve con nuestro maestro, el padre Manuel Marzal, a quien le conté que no encontraba sentido en seguir estudiando antropología cuando todo parecía un caos social y él me respondió que teníamos que buscar las razones por las que un país pacífico albergaba tanta violencia. Nueve años después, el padre Marzal recibió un correo mío desde Nueva York, donde le volvía a comunicar mi confusión ante el sentido de toda esa violencia. Entonces, me respondió que observara cómo los eventos que significaban crisis hacían aflorar lo mejor de la humanidad. Esa noche, en una vigilia en un parque, me regalaron una flor. Al regresar al gimnasio, me encontré con una niña y sus padres. Le regalé la flor y le hice una venia graciosa, a manera de un caballero medieval. Todavía recuerdo su sonrisa.