El efecto trabalenguas, por Alfredo Bullard
El efecto trabalenguas, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

Mientras escucha la radio aparecen comerciales en los que el locutor acelera la velocidad de su voz y dispara, a ritmo de trabalenguas, información sobre tasas de interés, restricciones de planes de telefonía o pago de comisiones de AFP. Le hago una apuesta. No recuerda absolutamente nada de esa parte del aviso.

Me dirá “fue por la lectura rápida”. ¿Está seguro? Prende la televisión y un banner aparece en la parte baja de la publicidad con la misma información del trabalenguas radial. Usted podría leerlo. Le apuesto que tampoco recuerda nada de esa información.
Coge el periódico. Los avisos publicitarios contienen en letra más pequeña información similar. Se lo vuelvo a apostar: no se acuerda qué dicen esos textos.

Va al banco para sacar una tarjeta de crédito. Le colocan al frente decenas de páginas con toda la información. Otra apuesta: no lo leyó. Y si lo hizo, no recuerda los términos que contrató.

Va al supermercado a comprar detergente para lavar la ropa. ¿Leyó el etiquetado de todas las marcas disponibles? De nuevo le apuesto y le vuelvo a ganar: no lo hizo.
La ley obliga a que nos bombardeen de información que, supuestamente, es de nuestro interés. Se gastan cantidades importantes de recursos en incluir información que parece no interesar a nadie

La semana pasada comentaba el proyecto de ley del congresista Hugo Carrillo que pretende que la información del etiquetado y la publicidad esté en las 47 lenguas originarias del Perú. Pero el proyecto no queda allí. Sugiere obligar a que los trabalenguas ya no se lean rápido y que el tamaño de letra sea más grande, fijándolo en 9 puntos.

Ya las radios han sufrido las consecuencias de ese tipo de ideas. Hoy hay menos avisaje en ese medio porque la longitud de los anuncios se alarga y hay que pagar por el espacio publicitario adicional (que no genera utilidad alguna), empujando a que los anunciantes usen televisión o periódicos, pues allí la información adicional se puede colocar en paralelo. 

Los consumidores no adquieren esa información no porque los proveedores no la suministren. Tenemos al frente toneladas de información, publicidad con más advertencias, etiquetas más tupidas o contratos cada vez más largos y complejos, como consecuencia de leyes que supuestamente nos protegen. La razón por la que no captamos esa información es simplemente porque no nos interesa. Y cuanta más información nos ponen delante nos interesa aún menos.

El cerebro humano es un órgano maravilloso pero limitado. No puede captar ni procesar toda la información que tenemos al frente. Por ello actúa de manera selectiva. Ello se llama ignorancia racional; es decir, un patrón que significa que a veces es racional ser ignorante.

Si usted es abogado, es probable que no haya estudiado ni medicina ni ingeniería. Ello porque saber todo no es razonable. Es costoso e innecesario. Lo mismo pasa en el mercado. Concentrarse en un aviso publicitario, coger una libreta para anotar la información y compararla, pasar horas en el banco leyendo contratos o en el supermercado comparando etiquetas es algo que nadie hace porque hay cosas más importantes que hacer (como estar con la familia, trabajar o simplemente ver televisión).

En realidad usamos formas de informarnos más baratas y confiables. Compramos productos para probarlos en el consumo o les preguntamos a amigos o familiares que nos recomiendan. La gente no decide comparando publicidades o etiquetas simplemente porque es muy costoso. Tercamente la ley pretende obligarnos a leer cada vez más y más. Y lo peor es que las advertencias que podrían ser realmente importantes (problemas de salud o de seguridad) se pierden en un mar de información que a nadie interesa. Y es que lo importante no es tener mucha información, sino la información que uno quiere tener.