"La cuarentena constituye un gran problema para todos, pero hay grandes diferencias en su impacto económico, sanitario y emocional". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"La cuarentena constituye un gran problema para todos, pero hay grandes diferencias en su impacto económico, sanitario y emocional". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Basombrío

Con cinco semanas de cuarentena y las malas cifras en aumento, se empieza a sentir un malestar mayor y una creciente sensación de que las cosas se pueden poner peor.

En un contexto así, lo que está surgiendo es la búsqueda de culpables y ello recae en aquellos que no siguen las instrucciones de aislamiento social y nos perjudican a todos. Se señala a los que se aglomeran como los irresponsables que están causando nuestro drama. En mi opinión, ello es peligroso e injusto.

La cuarentena constituye un gran problema para todos, pero hay grandes diferencias en su impacto económico, sanitario y emocional.

Un sector relativamente importante de la población la ha podido enfrentar, hasta ahora, sin mayores perjuicios. Tenemos un nivel de ahorro suficiente, aun si hemos dejado de producir ingresos. Contamos con agua, luz e Internet y podemos comprar espaciadamente.

Es verdad que, luego de la quinta semana, se va reduciendo el porcentaje de los que estamos en esta condición y aumenta la de los que están en vulnerabilidad. Pero no quiero minimizar los fuertes impactos, incluso en las familias que no tienen problemas económicos graves; solo busco contextualizar lo que otros pasan.

Entre los que la deben estar pasando muy mal están los hogares del personal de salud, de seguridad, de limpieza y de atención al público en actividades esenciales. En ellos se vive con la angustia diaria adicional de que sus seres queridos regresen contagiados (como de hecho está ocurriendo) y que ello amenace la vida de los más frágiles.

Pero las familias que más sufren son las que no tienen garantizado lo básico. El Gobierno ha hecho grandes esfuerzos por llegar a ellos de distintas maneras y eso ayuda; pero el peso de las semanas lo licúa y aumentan sus riesgos.

Una encuesta de Ipsos, aplicada los primeros días de abril, mostraba que ya por entonces en el sector D, el más vulnerable de los encuestados, el 53% decía que había dejado de recibir ingresos y un 25% adicional que estos habían disminuido considerablemente.

Hay un reiterado mensaje de que su “indisciplina” (salir demasiados días, llevar a sus hijos a los mercados, “recursearse”, etc.) es la que está perjudicando a los demás. Pero no hay que ver en ello culpa, sino muy difíciles circunstancias sociales. Más bien, son doblemente víctimas, ya que suman a su precariedad económica las mayores posibilidades de infectarse.

Muchos no tienen condiciones para acceder al orden y limpieza que permiten los supermercados modernos y requieren abastecerse en los mercados tradicionales, a los que siempre han acudido, los que, hay que decirlo, son desorganizados, sucios y, en muchos casos, sin un perímetro cerrado para controlar el aforo.

No se trata de personas sin criterio que quieren llevar el virus a sus casas. Lo que sucede es que son gente que vive básicamente el día. En muchos casos, sin contar con los servicios básicos que nos permiten a otros pasar mejor la cuarentena. Si no cuentas con refrigeradora (y es el caso del 39,1% de la población urbana); si vives en una casa a medio construir o tugurizada, es mucho más difícil resistir el aislamiento social.

Por las mismas razones, si el Gobierno te da un bono que te alivia por unos días, pues vas corriendo al banco a cobrarlo y se hacen las aglomeraciones. Encima, ahora las nuevas multas hay que pagarlas en cinco días y en el Banco de la Nación, lo cual generará congestión y ocasionará más contagios.

En el extremo están los que ya pasaron todo límite y el hambre los empuja a tratar de volver al campo, así sea caminando, donde algo habrá para comer. Hemos visto el drama de los huancavelicanos, que se agrava porque al llegar a su tierra los asocian con el virus (por ahora, allá, casi ausente) y les cuesta ser aceptados en la ciudad y en los pueblos.

Nada de lo dicho va en contra de hacer todos los esfuerzos posibles para que las aglomeraciones se reduzcan y evitar más infecciones. Hay que hacerlo vía la educación sanitaria e imponiendo todo el orden posible.

No hay otra salida.

Pero sí es clave recordar algo que sabemos y que a ratos olvidamos: no necesariamente quien se ve involucrado en estas situaciones lo hace por carecer de consideración con la salud de los demás, sino por estricta necesidad (y a alto riesgo).

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