“A más tecnologías, más necesidad de pensar, y no menos. De escuchar más […], más empatía y no menos […], más conveniencia de expresar la autenticidad del pensamiento”, reflexionaba hace meses en “La Vanguardia” el consultor español Xavier Marcet. Y yo no pude evitar recordarlo, primero, al leer la columna de Felipe Ortiz de Zevallos (FOZ) sobre “La última etapa de la vida” (5/3/23) y, luego, al asistir al homenaje que le hizo Apoyo Consultoría con ocasión de su retiro –”lo que me vayan a dar, que me lo den en vida” cantaba El Gran Combo de Puerto Rico–.
Si algo caracteriza a FOZ es la sabiduría, virtud que engloba el pensar y expresar, así como el empatizar que mencionaba Marcet. Cuando me retiré del periodismo-a-tiempo-completo en el 2018, me propuse buscar ya no solo la verdad, sino también la sabiduría, que contiene a aquella, pero que va mucho más allá. Todas las civilizaciones han recurrido siempre a sabios o chamanes cuya función ha sido distinta a la de los líderes. Consejos de sabios suelen incluso limitar el poder, pues aconsejan –no solo a gobernantes–, pero también legislan e imparten justicia. Podría decirse que son la versión primigenia de la separación de poderes, y así se ve, por ejemplo, en un capítulo reciente de la serie “Vikingos: Valhalla” de Netflix, cuando el consejo impide al tirano de la tribu dar pena de muerte a un inocente (aunque lo castiga también). En sociedades más avanzadas es ese el papel de los senados y los más altos tribunales.
Pero ¿qué hace a alguien sabio? ¿Y cuál es su rol en este siglo? La definición (DLE) refiere al “conjunto de conocimientos amplios y profundos que se adquieren mediante el estudio o la experiencia… para actuar con sensatez, prudencia o acierto”. Como estudio y experiencia requieren tiempo, solemos relacionar sabiduría con edad, pero –en rigor– importa más la madurez, la capacidad de mirar con perspectiva. Ella permite unir mentalmente los puntos dispersos, descubrir causalidades ocultas, paralelos y similitudes no evidentes en situaciones superficialmente disímiles. Se trata del pensamiento lateral, que es una forma –acaso la más compleja– del pensamiento abstracto.
El papel de los sabios en nuestro tiempo es, pues, contribuir a desentrañar y resolver lo complejo, en un mundo obsesionado –como apunta David Epstein en su libro “Range”– con la hiperespecialización. Lo interdisciplinario, aquello que el profesor Ronald Heifetz llama “desafíos adaptativos”, en oposición a lo puramente técnico. Creer, por ejemplo, que la transformación digital de organizaciones y negocios es cuestión meramente ingenieril constituye un error profundo, porque esa es solo una de sus muchas aristas. Hay ahí desafíos desde operativos hasta antropológicos. Otro ejemplo es la gestión de crisis, “una de las áreas más complejas, estratégicas y sofisticadas del management, porque confluyen en ella todas las aristas, todos los stakeholders, todas las áreas […] afectadas por el problema” (29/2/22). En el mundo de las redes sociales –que el autor sueco Thomas Erikson califica como “cultura del narcisismo” y que yo he descrito como el triunfo de la glándula sobre el cerebro prefrontal–, la sabiduría interdisciplinaria resulta indispensable. El pensar más y no menos de Marcet.
El lugar de los sabios en el siglo XXI, entonces, está en donde se piensa, delibera, decide y resuelve lo más complejo. No solo en la Academia, también en los directorios, consejos consultivos y, nuevamente, senados y tribunales. Pero también en los roles ejecutivos, siempre que la sabiduría venga acompañada de decisión, porque “el problema es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas” (Bertrand Russell). Desde 1999 The Elders, una suerte de ONG, convoca a sabios mundiales de la talla de Nelson Mandela, Aung San Suu Kyi o Fernando Henrique Cardoso.
No exagero al decir que FOZ es nuestro equivalente local, con el mérito adicional de ser profeta en su tierra. A diferencia de otros peruanos destacados y exitosos, desde Pedro Beltrán hasta Mario Vargas Llosa, FOZ no ha encendido envidias, no tiene ‘haters’; es querido y respetado por todos. En el prólogo de su libro “Ideas en retazos” (Debate, 2017) me extendí como no puedo hacerlo acá sobre sus muchas virtudes intelectuales y personales. Quisiera añadir ahora que nunca encontré alguien más íntegro y generoso en mi experiencia empresarial. Termino entonces como lo hizo en su propio homenaje el mismísimo Felipe –mi exjefe, exsocio, actual maestro, mentor y querido amigo–, citando el epitafio de Cantinflas: “Parecía que se había ido, pero no”.