Hay una canción de Los Yacks que dice: “Yo no hago deporte y me siento bien”. La firmo por completo. Y es que desde siempre he tenido problemas con los deportes grupales o en solitario.
En primaria, a la hora del recreo, siempre se armaban los grupos para jugar fulbito y si no estabas en la lista de los elegidos, pobre de ti. Quedabas condenado a no hacer nada durante el recreo. La única vez que me eligieron fue porque faltó uno de los jugadores estrella del salón, quien además ya era deportista sobresaliente del equipo de menores del Cantolao y hoy, después de su paso por el fútbol local, se desarrolla como gerente deportivo de la César Vallejo. Me refiero a Jean Ferrari. Yo lo reemplacé en uno de esos partidos en los que se juegan la vida entre salones. Ese día fue histórico el triunfo del quinto grado A, que goleó por 14 goles a 0 al quinto C, equipo del que yo fui arquero... Automáticamente me convertí en la lorna deportiva del colegio Champagnat.
Desde ese momento nunca mas volví a ser elegido para actividad física alguna. Cuando se trataba de nadar lo hacía en un carril solo. Cuando armaban el equipo de básquet, yo era el encargado de recoger las pelotas. En los campeonatos intercolegios religiosos Adecore yo era llamado exclusivamente para alentar con el megáfono (pero ahí nomás, joven, siga usted sentado en la banca).
Sin embargo, por esas cosas que tiene el destino, mientras las canchas me eran esquivas, paralelamente y sin darme cuenta, a la hora de la salida del colegio se estaba formando, día a día, un deportista paralelo en mí. Siempre me quedaba un par de horas en el vicio de Enrique Palacios a jugar taco. Otras veces me iba al bowling en la bajada Balta a jugar fulbito de mano y sapo y cuando no había nada de sencillo simplemente me quedaba en la cafetería del colegio jugando póker con los de cuarto de media. Mientras en el colegio premiaban a los deportistas destacados en las olimpiadas escolares, por nuestra cuenta nosotros, los que jamás calificaríamos para deporte alguno, también armábamos nuestro evento paralelo en las canchas de la calle. Nos íbamos a retar a los del colegio San Agustín, que bajaban al pinball de Camino Real, en el sótano al costado de Marcelino Pizza y Vino. Apostábamos pasajes, loncheras y hasta zapatillas.
Hoy, con mis 42 calendarios encima, he tenido por lo menos cinco membresías en diferentes gimnasios de la ciudad y me pasa siempre lo mismo: me compro la ropits especial para no sudar, el tomatodo de colores, el maletín para la toalla y un suplemento vitamínico. Asisto a la primera clase y hasta ahí nomás llego. Lo mismo sucedió hace poco con unas clases de entrenamiento espartano en el parque. Bastó que el entrenador me dijera “¡Te voy a sacar la M entrenando!” para que automáticamente me dieran ganas de ir al baño y dejara plantado al profe. Me dijeron que el squash es buenísimo para el cardio, pero me cayó tantas veces la pelota en la cara que terminé tirando la raqueta al piso.
Hace poco, en uno de esos encuentros padres versus hijos en el colegio de mi pequeña, pasé un papelón. “No va a ser tan duro. Es solo un partidito de fútbol con unos niños de 9 años”, pensé. Y en ese preciso instante un pelotazo me dejó sin aire al caerme en el estómago. Luego de todo eso pude comprobar por qué yo no hago deporte. Y al final, me siento bien con eso.
Esta columna fue publicada el 30 de julio del 2016 en la revista Somos.