"Luego de salir de un ambiente con olor a pétalos de flores, luz sumamente tenue a ritmo de velas y cuasi silencio, nos espera el luminoso, trajinado, bullicioso, polícromo y frenético Jirón de la Unión" (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Luego de salir de un ambiente con olor a pétalos de flores, luz sumamente tenue a ritmo de velas y cuasi silencio, nos espera el luminoso, trajinado, bullicioso, polícromo y frenético Jirón de la Unión" (Ilustración: Giovanni Tazza)
Alexander Huerta-Mercado

Aproximadamente desde la época en que Cristo paseó por el territorio ocupado por los romanos hasta los años en que Mahoma inició la prédica del islam, fue el período en que en la costa sur peruana se desarrolló lo que hoy denominamos la cultura Nasca. Un grupo de excelentes ingenieros que durante seis siglos logró irrigar el desierto, ser pioneros urbanistas y magníficos músicos que acompañaban sus rituales haciendo sonar cascabeles y enormes tambores de cerámica, y convirtiendo el viento del desierto en sonido de antaras. Aunque el mundo los recordará por sus enormes figuras trazadas en la arena, muchas de las cuales ellos mismos nunca vieron porque solo son observables desde muy alto, lo que los revela como grandes geómetras.

El Museo de Arte de Lima viene presentando una exhibición sobre la cultura Nasca que deslumbra. No solo por el arte precolombino mostrado, sino por la maravillosa calidad museográfica que hace –cosa difícil de lograr– ver a niños impresionados con la muestra, participando de talleres de dibujo, viendo las animaciones, maquetas y videos, y prestando atención a los excelentes guías que, en este caso, recrean el rol de narradores de las historias de los ancestros.

Sin embargo, lo que más llamó mi atención al visitar el museo fue comprobar la hermosa cerámica Nasca que se mantiene polícroma y brillante, y que casi no deja lugar en blanco, llenando el espacio de divinidades, animales fabulosos, cabezas trofeo, plantas y enormes ojos negros (¡siempre están mirándonos!) con una característica estética que nuestro entrañable maestro José Antonio del Busto calificaba como “horror al vacío”.

Precisamente el ‘horror vacui’ (u horror al vacío) ha sido una característica artística que ha estado presente en al menos tres épocas de la historia peruana como un patrón cultural intenso que desborda todo el espacio y mantiene alerta al observador. Se los quiero demostrar.

Esa misma tarde, luego de visitar la exposición, caminé un poco por el centro y di con la iglesia cuya decoración colonial me devolvió al horror al vacío. Con casi cinco siglos de existencia (renovada constantemente luego de dos terremotos) y tan antigua como la fundación española de Lima, la basílica menor y convento de Nuestra Señora de la Merced tiene un frontis barroco churrigueresco que parece una obra de teatro eterna, cubierta de adornos labrados en piedra que parecen moverse con las sombras del día y con los postes de luz que iluminan el movido Jirón de la Unión.

Ese estilo recargado fue, en su momento, una forma artística de promover la contrarreforma, en contraste con el minimalismo de las iglesias protestantes que optaron, en el siglo XVI, por la austeridad y la negación de imágenes. Aún hoy podemos ver este contraste en las iglesias cristianas en el Perú, y entender cómo las formas de pensar pueden ser traducidas en formas de construcción de espacio y en arte o, mejor dicho, cómo a través del arte se puede delimitar un espacio sagrado.

En pocos lugares en el mundo se puede ver tan clara la división entre el espacio sagrado y el espacio profano. Luego de salir de un ambiente con olor a pétalos de flores, luz sumamente tenue a ritmo de velas y cuasi silencio, nos espera el luminoso, trajinado, bullicioso, polícromo y frenético Jirón de la Unión. Ahí, vendedores ambulantes ofrecen juguetes y están alertas ante la presencia de vigilantes que los harán salir corriendo, estatuas humanas desarrollan historias dramáticas, chicos ofrecen de forma discreta servicios de tatuajes, jóvenes venezolanos premunidos de su bandera ofrecen arepas.

Ese es el tercer espacio donde el horror al vacío se ha manifestado en la cultura peruana: nuestra colorida, chirriante y desbordante cultura popular urbana que ha sido bautizada por los grupos criollos que la vieron tomar la ciudad como una amenazante “cultura chicha”.

Los muros se vieron cubiertos por carteles de colores incontrastables anunciando espectáculos de cumbia peruana y la venta de productos piratas y de contrabando. El humor de la calle se trasladó a la televisión y los puestos de periódicos se vieron empapelados con tabloides multicolores que anuncian toda noticia como si fuera un caso policial. Esta espectacular etapa la vivimos como la materialización de una apropiación rápida de la modernidad que desborda las formas y se apodera de nuestra manera de ser: el gusto por los sabores fuertes, por la burla, por el melodrama y por la intensidad en las relaciones.

A decir del antropólogo argentino Néstor García Canclini, existe en grupos subordinados una apropiación cultural de elementos propios de los grupos en el poder. Ejemplos de ello son el lenguaje de los medios de comunicación, la música moderna, la comida rápida, el vestido o el calzado. Todo fue apropiado a la necesidad, posibilidad y demostración de poder de los grupos que se abrían paso en Lima durante las décadas de 1970 y 1980.

Cuando era estudiante, una vez encontré a José Matos Mar en una librería y le pedí que me firmara mi ejemplar de su texto “Desborde popular y crisis de Estado”. Mientras autografiaba la primera página me dijo: “Imagínate un vaso. El vaso es el Estado y sus leyes. Ahora imagínate agua. Son las personas que llegan a la ciudad fluida. Constantemente el vaso se llena y el agua se rebalsa. Ni el Estado ni las leyes estaban preparadas para los nuevos actores”.

Efectivamente, el desborde popular expone cómo la movilización de los llamados sectores populares desafió al Estado y se crearon reglas de juego paralelas. En aquella conversación, Matos Mar me comentó que este desborde generaba todo un nuevo rostro cultural que, sorprendentemente, había crecido tanto que ya había abarcado al mismo Estado Peruano.

Ahora bien, el horror al vacío es propio de nuestra cultura popular urbana. A diferencia del caso Nasca y del caso colonial donde esta estética partió del grupo dominante de la sociedad, la estética chicha, en un principio, siguió el camino inverso. Este aspecto y el hecho de que estemos hablando de nuestro propio horror al vacío y sus consecuencias nos invita a un mayor análisis, pero, en consonancia con el título de este artículo, ya he ocupado todo el espacio disponible.