Ideas que matan, por Alfredo Bullard
Ideas que matan, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

En el año 2002 la nación africana de Zambia sufrió una crisis alimentaria dramática. En un país en el que uno de cada 10 niños moría al poco tiempo de nacer, una sequía muy seria destruyó buena parte de la producción agrícola. Las personas tenían que hervir por ocho horas raíces venenosas para hacerlas comestibles y los elefantes, una especia protegida, eran sacrificados para alimentar a la población. El presidente Levy Mwanawasa declaró la emergencia alimentaria del país. 

En pocas semanas Estados Unidos reaccionó enviando treinta y cinco mil toneladas de alimentos, cantidad suficiente para sostener a la población hasta superar la crisis. Parecía que había llegado la solución al problema.

Pero no fue así. El presidente Mwanawasa rechazó la donación. Y aunque no lo crea, la medida fue apoyada por el resto del gobierno y por la población. No era comida de mala calidad (era idéntica a la que consumían los norteamericanos en su país). Las declaraciones del presidente explicaron los motivos: “Es preferible morir de hambre que recibir alimentos genéticamente modificados”. Zambia rechazó los alimentos porque eran transgénicos. 

Esta historia, relatada en estos términos por Kenrick y Griskevicius en su libro “The Rational Animal”, se vive quizás con menos drama pero con igual falta de inteligencia en el Perú. Los transgénicos están en moratoria (es decir, no se pueden importar ni usar) porque les tenemos miedo. 

¿Qué lleva a las personas a preferir comer raíces venenosas hervidas o elefantes en peligro de extinción antes que transgénicos? Un reciente pronunciamiento de 109 científicos ganadores de Premio Nobel condena a Greenpeace por ser dogmáticos y emotivos (es decir, irracionales) al oponerse a los transgénicos, fomentando reacciones similares a las del presidente Mwanawasa. Acusan a Greenpeace de cometer un “crimen contra la humanidad”. Y no es para menos. En su afán por frenar la innovación están no solo evitando una serie de beneficios para la población, sino (queriéndolo o no) están matando gente.

Kenrick y Griskevicius tienen una explicación a esta irracionalidad. La oposición a los transgénicos es claramente un error generado por un sesgo cognitivo evolutivo. En la prehistoria uno de los problemas de nuestros ancestros era saber qué comer. No era extraño consumir frutos envenenados o carnes tóxicas. Las personas que tenían animadversión a comer alimentos nuevos o extraños sobrevivieron más que los que se aventuraron a comer lo desconocido. Como resultado de ello somos herederos de personas que le temen a comer alimentos nuevos.

¿Ha notado lo difícil que es hacer que los niños pequeños coman cosas que no conocen? La mayoría de niños se limitan a comer una gama reducida de opciones y se resisten siquiera a probar algo que no han probado antes. Esa reacción es un derivado evolutivo de nuestros ancestros. Si nos hablan de organismos genéticamente modificados, de inmediato reaccionamos como si estuviéramos frente a un tomate asesino mutante que nos va a morder o una papa monstruosa de un origen parecido al de Godzilla.

Lo cierto es que, a diferencia del hombre de las cavernas, hoy tenemos conocimiento e información que nos permite sobreponernos a la incertidumbre. Podemos saber qué estamos comiendo. Greenpeace y sus compinches explotan un sesgo cognitivo, fruto de la evolución, que con lo que hoy sabemos se ha vuelto en irracional.

Un ejemplo lo grafica. Hace unos días el Dr. Elmer Huerta publicó un artículo en este Diario titulado “Los transgénicos y su efecto en la salud humana” que parecía ser una respuesta al pronunciamiento de los premios Nobel. Se anunciaba que se revelaría por qué los transgénicos dañan la salud. Pero era justo lo contrario. Citaba un estudio del que se deriva que no hay evidencia alguna que muestre riesgo a la salud.

El temor a lo desconocido no es nuevo. Los automóviles y los aviones fueron combatidos porque podían causar accidentes. Se acusa a los celulares de cancerígenos. En su tiempo la cirugía era no solo repudiada sino considerada pecado. Con la invención de la imprenta se dijo que los libros fomentarían el ocio. Pero las innovaciones se han sobrepuesto a los prejuicios y casi siempre han empujado el desarrollo y el bienestar. 

Lo cierto es que somos víctimas de una curiosa forma de proteger la salud: fomentar ideas que terminan matando gente.