Esperábamos una mejor cosecha. ¡Tanto costó convertirnos en República! Y no solo la Independencia, sino dos siglos de crear medios para una genuina convivencia: instituciones de gobierno, infraestructura y educación que nos acercan y potencian, y desarrollo productivo que va reduciendo la exclusión. ¿Será que algo falla en las condiciones del terreno? ¿Una falta de nutrientes esenciales?
Esta pregunta se planteó el diplomático francés Alexis de Tocqueville cuando quiso explicar las buenas perspectivas económicas y políticas que descubría en la joven república de los Estados Unidos, en 1831. Su explicación del éxito de esa nación se centró, no en detalles constitucionales, sino en la cultura de confianza y reciprocidad social; una tierra fértil para la democracia que se acababa de sembrar. El sociólogo Robert Putnam siguió el mismo camino interpretativo para explicar el éxito de las regiones del norte de Italia, en comparación con el retraso económico y político del sur del país, acuñando el concepto de “capital social” para definir el conjunto de instituciones y costumbres que instalaban el terreno de confianza y colaboración que el desarrollo necesita.
No ha faltado esta misma perspectiva en el Perú, pero su aplicación se ha visto confundida por la fuerza de dos mitos sociológicos; de un lado, el del romance de un mundo comunitario heredado de los incas y preservado por las comunidades campesinas, y del otro, el de la demonización de un mundo urbano en el que cundirían los antivalores del egoísmo, la deshonestidad y la falta de solidaridad.
Así, cuando hablamos del mundo rural nos jactamos de una herencia de valores solidarios, expresados especialmente en las comunidades indígenas de la sierra y de la selva. Se trataría, incluso, de un recurso que, además de explicar la creación de infraestructura en las pequeñas comunidades de la sierra –un éxito que fue celebrado y aprovechado por Fernando Belaúnde en el nombre de su partido, “Acción Popular”–, llegó a las ciudades en la forma de asociaciones de pobladores y de pequeños empresarios, contribuyendo no solo al desarrollo físico, sino también a la sobrevivencia a través de los comedores populares y otras iniciativas solidarias.
Sin embargo, la realidad rural es menos romántica. Recuerdo la primera vez que descubrí esa posibilidad. Conversaba con un joven norteamericano que había vivido en una comunidad junto al Lago Titicaca durante cuatro años. Me dijo que había tenido un golpe de suerte porque, cuando llegó a la comunidad y buscó un hogar en el que hospedarse, se encontró con una familia que vivía justo en el medio de la comunidad. Fue suerte, me dijo, porque los comuneros que vivían en un lado no se hablaban con los que vivían en el otro lado; pero allí donde él se ubicaba podía conversar con todos sin ser rechazado. Años después fui descubriendo las enormes brechas sociales que caracterizaban a la población de cada comunidad. Pero, además de las diferencias económicas, las tensiones se evidencian en una tendencia hacia la separación interna, como sucede con los anexos de una comunidad que se constituyen en comunidades independientes, siguiendo el camino libertario de las colonias españolas. Esa tendencia “libertaria” se refleja también en la extrema dificultad para constituir cooperativas y asociaciones en el área rural, como se constata con la casi total desaparición de las cooperativas creadas por la reforma agraria y con el porcentaje extremadamente bajo de productores agrarios organizados (solo el 8%), a diferencia del 40% de Ecuador y del 22% de Bolivia.
Ciertamente, la falta de confianza y de solidaridad es más evidente en las ciudades, quizás porque se halla menos disfrazada que en el área rural. Hace unos años, mientras cumplía una complicada responsabilidad del gobierno, me tocó ser presidente de la asociación del edificio en el que vivía. Mis penas oficiales eran poca cosa en comparación con las que sufría dirigiendo las reuniones de propietarios, cargadas de antipatías y acusaciones.
Más que nuevos procedimientos o líderes políticos, el progreso nacional exige el aprendizaje de valores cívicos. Hoy, las mediciones educativas ni siquiera las miden.