Patricia del Río

Un día te das cuenta de que prefieres no escribir ese comentario en redes sociales o descartas una columna que tenías en mente o te aíslas porque ya no soportas los niveles de violencia que se disparan entre ciudadanos. Algo peligroso está pasando frente a nuestras narices y no le estamos plantando cara: el totalitarismo del vecino se ha instalado en nuestras vidas.

La primera década del siglo XXI, traía algunas señales esperanzadoras: el movimiento feminista cobraba cuerpo, las luchas por el reconocimiento de la comunidad LGTBI contaban con más aliados, las expresiones de racismo eran condenadas. Un mundo más justo se abría paso entre posiciones reaccionarias que habían dominado la esfera pública. Y sí, antes de que griten que la caviarada ha copado nuestra cultura les recuerdo que somos un país donde la educación dista de ser laica, no se avanza absolutamente nada en legislación que permita algún tipo de aborto, no hay matrimonio igualitario, ni derecho a una muerte digna en caso de enfermedad discapacitante. Es cierto, íbamos más lento que los países de la región, pero un grupo importante de ciudadanos, sobre todo los jóvenes, hacía gala de un espíritu respondón, dispuesto a hacer valer sus derechos.

Hasta que de pronto, insisto, algo se descarriló. La censura ejercida habitualmente desde las altas esferas del poder económico, político o social fueron reemplazadas por la tiranía, de a pie. El deterioro de nuestra clase dirigente (si es que se puede llamar así a la ‘otorongada’), la aparición de un virus atroz y la inseguridad de tener un gobierno mamarrachento le abrieron la puerta al miedo, desatando un fenómeno de cacería de brujas según el cual todo el que busca impulsar alguna agenda de derechos civiles es aplastado por una horda de trolls, perfiles falsos, bots, periodistas difamadores, políticos prepotentes y personajes faranduleros. Desde sus cuentas de Internet o desde su sets de radio o televisión, que se retroalimentan permanentemente, embisten al destripado de turno con un arsenal de mentiras y medias verdades que una vez difundidas no tienen forma de ser borradas de ese mundo virtual que hoy resulta siendo el más real de todos.

¿En qué momento me convertí en promotora de la violación de niños? ¿Qué hizo Francisco Sagasti para ser considerado genocida? ¿Marisa Glave, terruca? ¿Martín Benavides, ex jefe de Sunedu, lobbysta? ¿ O Jaime Saavedra corrupto? Nuestro gran pecado es ser “”, cualquier cosa que esto represente, que básicamente hoy se puede resumir en “piensas distinto a mí”.

Todo se torna aún más aterrador cuando esta práctica se extiende a grupos con ideologías contrapuestas que se hermanan en el ataque: ¿Martha Meier apoyando a Vladimir Cerrón en Twitter, porque el señor se queja de que allanan su casa como parte de las investigaciones por corrupción que realiza la fiscalía? Sí, claro que eso ocurre; y no estamos atrapados en un capítulo de “Black Mirror”, esa es nuestra nueva normalidad. Como lo es también, hay que decirlo, que activistas de distintas causas terminen haciéndole el juego a la intolerancia cuando todo les ofende, la realidad es blanco y negro, no protestas en sus términos, o no abrazas los extremos de su queja.

La cultura de la demolición no se para en ninguna de las esquinas del cuadrilátero político y cuando se ensaña con alguien solo sigue la lógica un pogo infernal que te cae encima desde cualquier lugar.

¿Es esta una queja? ¿Estoy buscando que me dejen en paz? Nada más lejano; no es que me haya acostumbrado (a eso no se acostumbra nadie), pero el hastío ha hecho su trabajo. Simplemente me animo a escribir esto para llamar la atención sobre los caminos que estamos transitando, y para que entendamos que nuestros silencios de hoy serán los yugos de nuestros hijos mañana.