Carmen McEvoy

En su poema “Constitución Política”, publicado en “El Espejo de mi Tierra” en 1859, Felipe Pardo y Aliaga ironizó sobre las grandes contradicciones que existían entre una serie de cartas constitucionales, algunas nacidas a sangre y fuego, y la cruda realidad que el cotidianamente padecía. El creador del niño Goyito, sátira a la indecisión de la clase alta limeña, se encargó de revisar cada sección de la constitución vigente (soberanía, gobierno, ciudadanía, derechos, Poder Legislativo, Poder Ejecutivo, Poder Judicial, consejo de Estado, régimen interior, entre otros) con la finalidad de describir a la esquizofrénica república peruana.

Atrapados en la dinámica de una perversa economía monoexportadora y de un clasismo y un racismo que la pluma de Pardo y Aliaga no logró ocultar, los declaraban tener un “gobierno democrático, electivo, fundado en la unidad, republicano, emanado del pueblo soberano además de “responsable y alternativo”. Este “calificar pomposo y vano” enmascaraba, sin embargo, al universo de intriga perpetua y prebenda generosa donde el primer mandatario usualmente hacia lo que “le daba la gana”. Un valido de caudillos, como lo fue Pardo y Aliaga, entendió perfectamente el régimen prebendario donde los arreglos bajo la mesa entre Legislativo y Ejecutivo eran el pan de cada día. El daño que esta vieja práctica causaba era irreparable y por ello la república peruana fue crudamente descrita como “una pública res que con furor hambriento” era devorada “lonja a lonja” por la ambición y el descaro más absoluto.

El régimen prebendario, basado en ventajas arbitrarias repartidas desde el Estado, fue denunciado por una serie de autores del siglo XIX. Lo que queda claro es que el complejo sistema de dones y contradones hunde sus raíces en la primera década republicana donde una serie de facciones, peruanas y extranjeras, se disputaron de manera sistemática el botín estatal. El hecho de ser el “nudo del imperio”, como lo denominó Simón Bolívar, convirtió al Perú, y en especial a Lima, en una suerte de ‘hub’ regional donde convergieron ejércitos chilenos, porteños y grancolombianos, además de los conglomerados cívico-militares peruanos deseosos de ser compensados por los servicios prestados a la patria. Luego de que estas maquinarias se desmovilizaron, centenares de soldados impagos participaron en una serie de golpes de estado cuya finalidad fue acceder al gobierno por los empleos que este ponía a disposición de cada facción capaz de capturarlo. Lo interesante del caso es que un accionar tendiente a satisfacer las ansias de movilidad social de miles de soldados que pelearon a lo largo y ancho del Perú, fue enmascarado con el discurso moralista de “la salvación” nacional. Y es justamente en esos tiempos de múltiples traiciones e infinidad de acomodos cuando surgió la idea de que “el cambiamiento” –como se denominó al golpe de estado– era necesario para dotar de energía a un cuerpo político exhausto. “Cuando los pueblos del Perú, semejante a los cuerpos de los moribundos […] rogaban por los últimos remedios e imploraban los óleos de la resurrección política” tenían a su disposición el cambiamiento, señaló “El Despertador Republicano” para validar la deportación ilegal del presidente La Mar.

Si prestamos atención a la coreografía, escenografía e incluso la narrativa de la administración de turno, que incluye obviamente al Congreso de la República, descubriremos que la cultura política decimonónica aún vive y mora en las altas esferas del poder. Porque junto a la traición, la intriga, la corrupción, la hegemonía de intereses personales y la mentira que todo lo distorsiona, el golpismo es una opción que aún se percibe como salvadora. Bajo el manto de “la salvación de la patria” se sigue escondiendo, sin embargo, el intento de preservar el poder para mermar de la prebenda estatal, olvidando las necesidades reales de millones de peruanos empobrecidos por una crisis que es estructural y mundial. Ante un panorama tan desolador como el que estamos viviendo, no nos queda sino esperar una salida constitucional a esta crisis bicentenaria, mientras seguimos trabajando en nuestras respectivas esferas por el bien del Perú. No hay que olvidar que Francisco de Paula Gonzáles Vigil, quien se enfrentó al autoritarismo del general Gamarra con la famosa frase “yo debo acusar, yo acuso”, señaló a las asociaciones civiles, de las cuales escribió profusamente, como el real sustento de una república tan frágil y vulnerable como la nuestra. ¡Unamos esfuerzos y habilidades por el bien del Perú, que tanto se merece!

Carmen McEvoy es historiadora