Que las democracias estén en crisis no es novedad. Que los poderes que las componen pasen por lo mismo, tampoco. La novedad es que estos pierdan finalmente sus esencias.
El último poder de un Estado en perder sus esencias tendría que ser la Justicia.
Sin embargo, muchos sistemas de Justicia en el mundo se caracterizan precisamente por no ser democráticos, contradiciendo una de sus consagradas razones de ser.
En la crisis de Justicia que vive el Perú nos hemos pasado un año sin un sistema de evaluación y nombramiento de jueces y fiscales, a causa de la incapacidad de reemplazar idóneamente al que fuera disuelto mediante una reforma hecha a la carrera y desde una iniciativa presidencial autoritaria.
En un régimen de separación de poderes, la Justicia debe ser independiente, de la misma manera que también debe ser democrática por su apego estricto a la ley y no a la mera voluntad de fiscales y jueces.
Si la Justicia responde a motivaciones políticas y a razonamientos políticos antes que a los jurídicamente propios, no importa si ella se da en el “Estado de derecho” de los Estados Unidos, en el “Estado de derecho” de Venezuela o en el “Estado de derecho” de España. Nunca será una justicia independiente ni democrática.
En la Constitución estadounidense el contrapeso de la Justicia es más real y efectivo que el contrapeso del mismo poder en las constituciones latinoamericanas, donde llega muchas veces a ser, en la práctica, la quinta rueda del coche respecto del Gobierno, el Congreso, la economía y la burocracia estatal.
Juicios políticos como el abierto al presidente estadounidense, Donald Trump, en el Congreso de su país, como las investigaciones fiscales por corrupción seguidas a políticos en el Perú, ponen a prueba en estos días en qué medida la Justicia es lo que todos pensamos que debe ser en democracia: una Justicia plenamente amparada en la separación de poderes.
Las claves del juicio político a Trump y de las investigaciones de Lava Jato en el Perú radican en que la Justicia debe y tiene que ser igual para todos y que debe y tiene que demostrar que es capaz de ponerse por encima de las presiones del poder político y por encima de los humores, las simpatías y los rechazos populares.
En el caso de Trump, la Cámara de Representantes (Diputados) presenta los cargos contra él. Hace el papel de una fiscalía. La Cámara Alta (Senado) será la que lo juzgue, bajo los procedimientos preestablecidos en la Constitución. Hace el papel de máximo tribunal.
Si el Senado republicano lo absolviera, no sería porque haya evaluado que el odio a Trump es menor de lo que parece, frente a la acusación parlamentaria demócrata, tampoco basada en el cálculo de que el odio a Trump es mayor de lo que parece. El hecho de que se trate de un juicio político no lo aparta en ningún momento, del lado demócrata y del lado republicano, de los prevalecientes principios de racionalidad jurídica.
Como se ha visto hasta hoy en el juicio a Trump, no hay nada que altere ni vulnere el debido proceso. Y como se prevé, el fallo del Senado no solo será respetado, sino que de inmediato pasará a formar parte de la inamovible institucionalidad jurídica norteamericana, cosa que, en nuestros sistemas judiciales tropicales, está aún lejos de ser una lección digna de asumirse.
La carta de presentación democrática de muchos países del mundo no garantiza en absoluto que su Justicia sea democrática. Lo que ocurre es que la Justicia en este lado del mundo está tan politizada y la política tan judicializada que es moneda corriente que quien pretenda juzgar no sea el juez sino el fiscal y que quien pretenda presentar cargos sea la prensa y no el fiscal, quedando desgraciadamente en el limbo el papel de quien debe probarlos.
Es la típica Justicia fallida de nuestro tiempo, en la que la presión política y el espectáculo mediático arrojan un manto de niebla sobre la ley.