Rolando Arellano C.

En el cuento de ciencia ficción “¡Cómo se divertían!”, de Isaac Asimov, unos niños del futuro tenían un club secreto. “Dime una palabra en voz baja”, le decían a uno, luego, haciendo signos raros sobre un tejido, lo entregaban a otro niño, que repetía esa palabra. “¿Cómo lo sabes, sin haberlo escuchado o transmitido electrónicamente a tu sistema cerebral, como todos aprendemos?”, preguntaban maravillados. “Es algo que se usaba hace muuuuchos años”, respondían, “se llamaba lectura”.

Estando lejos de esa situación, sin embargo, el cuento se acerca rápidamente a lo que ocurre hoy. No tanto porque los jóvenes no leen, pues lo hacen permanentemente en sus celulares, sino porque lo usan solo para informarse o comunicarse de la manera más básica posible. Y eso se nota.

Se nota claramente en el número limitadísimo de palabras de su lenguaje oral y más en el escrito, en donde ‘emojis’, dibujitos infantiles, reemplazan a expresiones como ¡estoy asombrado! o ¡te felicito sinceramente! Y lo notan más los reclutadores de las empresas, que casi no encuentran candidatos que sepan expresarse bien.

Y esa falta de vocabulario acompaña a su limitación a comprender el mundo. Como profesor de márketing lo noto en las clases de maestría, donde mientras unos solo repiten los textos técnicos sobre estrategias de penetración de mercados, otros las afinan recordando al caballo de Troya que leyeron en la “Ilíada”. Y se nota en quienes saben que diversificar proveedores no fue un invento de Adidas o Toyota, pues el capitán Nemo mandó a construir así el submarino Nautilus. También se ve en quienes explican mejor la estrategia de ese competidor que viene a atacarlos desde la China, porque ya leyeron sobre cómo funciona la mezcla de capitalismo-comunismo en ese país.

Y aunque todos entienden que viajar amplía conocimientos, muchos no comprenden que “navegar por océanos y bibliotecas”, como decía Melville en “Moby Dick”, multiplica esa experiencia. Peor aún, los que no leen a veces ni siquiera se dan cuenta de lo que pierden. “Estudiar, estudiar, ¿de qué me sirve saber que el Everest es navegable?”, se quejaba Manuelito, el amigo de Mafalda.

¿Tratar de que los jóvenes vuelvan a leer es una batalla perdida? Podría serlo, si los profesores no insistimos en que las herramientas que transmitimos servirán poco si los estudiantes desconocen el contexto donde las van a aplicar. Contexto que pueden aprender disfrutando de buenas novelas o ensayos donde, de paso, ampliarán vocabulario y sintaxis, y podrán presentar trabajos mejores que esos sin comas ni acentos que recibimos en los cursos de posgrado. Hoy que niños y jóvenes están volviendo a clases, es importante recordarlo. Que tengan una buena semana.