Es lugar común pensar que el espacio ha perdido importancia ante el desarrollo de la tecnología y el aumento de la movilidad humana. La idea es que las relaciones pasan por una desterritorialización y que el vínculo entre lo sociocultural y el espacio físico se debilita. ¿Pero realmente está disminuyendo su importancia? De ninguna manera. A pesar de que muchas de nuestras interacciones actuales son virtuales, los lugares que nos toca ocupar en una ciudad siguen teniendo un efecto determinante en nuestro bienestar y posibilidades de vida. Este es el argumento que Peter Dreier y asociados sostienen en el libro “Place Matters” (“El lugar importa”).
Dreier examina cómo, en ciudades norteamericanas, el simple hecho de vivir en una parte de la urbe –y no en otra– tiene un peso considerable en la vida de las personas. El nivel de acceso a educación de calidad, a servicios de salud, a un ambiente menos contaminado, a menor inseguridad ciudadana, a más oportunidades de empleo e, incluso, de recreación y cultura, todo depende de dónde habitas. Una reciente encuesta de la Unidad de Analítica de la Universidad de Lima también muestra –con claridad meridiana– el peso del lugar en nuestra ciudad capital.
Empecemos con las actividades realizadas durante el año y comparémoslas por nivel socioeconómico (NSE). Ir al cine o al teatro es una actividad emblemática en cualquier ciudad moderna. Sin embargo, el 64,3% del NSE E (“muy bajo”) dijo no haber ido ni una sola vez en los últimos 12 meses, mientras que esto ocurrió con solo el 12,9% del NSE A (“alto”). En términos de no ir a un concierto, el resultado es 84,3% en el NSE E y 41,4% para el NSE A. Con respecto a visitar un museo, el “nunca” alcanzó al 80% en el E y 45,7% en el A. Finalmente, el 57,1% del nivel con menores ingresos ni fue a la playa, mientras que ese fue el caso solo para el 8,6% del grupo de mayores ingresos.
Es evidente que las disparidades en ingresos explican una parte considerable de las diferencias señaladas. Pero también es un asunto de acceso. Tomemos al cono norte de la ciudad. A pesar de sus 4 millones de habitantes, recién hace tres años cuenta con una sala de teatro (en el centro comercial Lima Norte). En el caso del cine, fue con Megaplaza –en el 2003– que llegó la primera sala comercial moderna. En ambos casos, ha sido la inversión privada la que aseguró entretenimiento y cultura a la subregión más populosa de la ciudad. Pero –evidentemente– a un costo. Una entrada en Megaplaza cuesta 67% de lo que costaría en el Jockey Plaza, pero todavía son 17 soles, una suma alta para los 1.600 soles mensuales que percibe un limeño promedio.
Pero el problema no es solo el acceso al mercado, sino también a bienes y servicios que dependen de la administración estatal o vecinal. Mientras que el 22,9% del NSE A está nada o poco satisfecho con el cuidado de los espacios públicos, el 81,4% del NSE E manifiesta lo mismo. En términos de la limpieza de las calles, la insatisfacción popular llega a 74,3% en el NSE E, pero es solo el 31,4% en el otro extremo. Esto confirma lo que otras encuestas han hecho patente: los limeños de bajos ingresos usufructúan menos ciudad porque tienen menos espacios públicos que se encuentran lejos o en mala situación y que con frecuencia están enrejados o cobran por entrar.
Tan ajena es la ciudad para el pobre que ni reconoce su derecho sobre ella. Al ser preguntados a quién pertenece el espacio público, el 91,4% del NSE A respondió que “a todos”, mientras que solo el 65,7% del NSE E dijo lo mismo. Por el contrario, un contundente 30% afirmó que le pertenecía a la municipalidad. Esto es comprensible porque el municipio les cobra por los pocos espacios verdes disponibles en los lugares que habitan (los parques zonales). Estando ad portas de nuevas elecciones municipales debemos exigir que los candidatos indiquen qué harán para que todos los ciudadanos, pero especialmente los pobres, tengan mayor derecho y usufructo sobre la ciudad.