(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Desde hace mucho tiempo la falta de educación aparece como la falla fundamental de la sociedad peruana. Por tanto, la mejora en su calidad se postula como la gran solución a problemas tan variados como, por ejemplo, la inestabilidad democrática. Se ha hecho sentido común creer que la mayoría ciudadana es ignorante y fácilmente manipulable por los ricos y poderosos, traduciéndose esto en apoyo a gobiernos locales, regionales y el nacional, que suelen ser corruptos e ineficientes.

A la debilidad de la educación se atribuye también la falta de un empleo digno. Al no haber suficiente mano de obra calificada, solo nos quedaría promover a los trabajadores no especializados, de baja productividad y reducidas remuneraciones, como actualmente ocurre en la agricultura de exportación no tradicional (espárragos, mangos, uvas, etc.). Pero así, con mano de obra escasamente calificada, estaremos muy lejos de lograr ingresos suficientes para las mayorías.

Igualmente, a la falta de educación se le responsabiliza por lo reducido de los salarios y la extensión del desempleo. Finalmente, la educación menguada se convierte, con razón o sin ella, en un horizonte en el que estamos atrapados y del que no sabemos cómo trascender.

A la hora de tratar de explicar las grandes dificultades para mejorar nuestro nivel educativo se recurre a dos líneas de argumentación. La primera generalmente tiene una base racista que se suele camuflar pero que remite a supuestas limitaciones genéticas que hacen, supuestamente, que la mayoría de un pueblo tenga un carácter refractario al aprendizaje. La solución es entonces forzar el aprendizaje a través de un sistema de castigos que mantendrán la disciplina y la interiorización de los contenidos que se deben aprender.

Se trata de la vieja filosofía de “la letra con sangre entra”, que suponía que el estudio y el saber tendrían que lograrse mediante métodos punitivos tanto más fuertes cuanto menor fuera la capacidad inherente de la persona o de la colectividad. Era variado el espectro de instrumentos de castigo, pero el clásico era la palmeta, un pedazo de madera en forma de matamoscas que se usaba para golpear las palmas de las manos o las nalgas del estudiante reacio a la disciplina y al aprendizaje.

El castigo corporal comenzó a perder vigencia en el siglo XVIII dando lugar a una segunda línea de argumentación, al amparo de nuevas concepciones sobre la naturaleza humana que tenían como trasfondo una idea más generosa y optimista. Desde el siglo XIX, el énfasis en el castigo fue menor y el proceso educativo se centró en el niño. Motivar al niño a que razonara por sí mismo fue el objetivo básico de la educación, desplegándose una pedagogía centrada en el diálogo y el convencimiento y la investigación.

Mientras que la idea de la educación centrada en el castigo definía el aprendizaje escolar como la memorización de fechas, sucesos y nombres de personas, de hechos alejados de la vida práctica (aunque saberlos era considerado como una distinción), la revolución educativa del siglo XIX se comprometió con darles alas a las inquietudes de los niños.

En el Perú colonial, y hasta bien entrado el siglo XX, la pedagogía centrada en el castigo –y el miedo que despertaba– era un referente fundamental de la enseñanza. Bien se comprende que un niño educado sin tener la oportunidad de explorar lo que le atrae, desarrolle una concepción dictatorial de la autoridad, que viva repitiendo, bajo el signo del miedo, a la búsqueda de alguna protectora sumisión.

La educación que ha renunciado al castigo y que apuesta a la motivación de cada educando tiene sus propios problemas, que no son menores. No en vano la natalidad ha descendido drásticamente. Solo en un despliegue constante de amor tiene sentido tener hijos. Y el amor tendrá que vencer fuerzas muy oscuras. En efecto, cómo renunciar al uso de la fuerza, cómo disciplinar al niño, cómo lograr la prevalencia de una autoridad respetada y querida y no simplemente temida, cómo llevar al niño a pensar por sí mismo, venciendo sus temores, cómo preservar su innata alegría.

La educación es ahora mucho más desafiante pero sigue siendo la gran promesa de mejorar nuestra vida, para hacerla más plena en el campo personal y colectivo. Y la escuela debería ser el gran laboratorio de cambios. Pero todo esto son solo buenos deseos pues en la realidad pocos son los que, en nuestro medio, se interesan realmente en el tema. La educación sigue siendo un mito que nos promete un mundo mejor. Pero no se trata de una condena eterna, sino una fuente de renovadas aspiraciones.