Pocas circunstancias hacen aflorar el patriotismo como la sensación que produce lidiar con un burócrata con miedo. Y se llama Perú con ‘p’ de pavor o, por lo menos, pereza.
Allí, disputándoles un sitial de privilegio al cebiche, al danzante de tijeras y al gallito de las rocas, se encuentra ese espécimen irresoluto, sudando bajo la camisa y corbata, pero que con la altanería que le brinda el tener una microsartén de autoridad por el mango, nos dice con condescendencia: “No hay nada que se pueda hacer. Tiene que hablar con otra oficina”.
Verdades valgan, el léxico de este ejemplar en peligro de expansión es bastante más florido. Las bifurcaciones más usadas incluyen: “tendría que consultarlo con mi superior”, “estamos esperando una opinión de otro ministerio”, “no se puede hacer nada porque su caso no está regulado” y el infalible “se cayó el sistema, vuelva otro día”, versión aliterada y oficinesca del memegráfico “ahorita no, joven”.
Ni los goles de Paolo Guerrero motivan un abrazo más honesto que el de dos peruanos empatizados por la mecedora estatal. La congeladora burocrática no distingue raza, credo ni condición socioeconómica.
La sufre la empresa multinacional que recibe largas cuando quiere plantear una modificación a un contrato de concesión estatal por más razonable que aquella sea, y también el dueño de un pequeño puesto en un mercado frente al fiscalizador que le quiere cerrar el local pese a que, hace meses, solicitó la inspección en defensa civil sin obtener respuesta.
El clímax de la parálisis burocrática se presenta cuando la víctima del “cobardevirus” es otro burócrata; sino pregúntenle al exprocurador ad hoc Jorge Ramírez, expectorado del Estado por ser muy proactivo. Frente a una situación que se pronosticaba problemática (la demanda arbitral de Odebrecht contra el Estado Peruano por el Caso Gasoducto del Sur), intentó elevar el asunto al más alto nivel, pensando ingenuamente que los ministros entenderían la relevancia del caso y tomarían una decisión contundente en uno u otro sentido.
Pero cuando los integrantes de un Gabinete tienen la consistencia de un flan, el candor de un procurador desata una crisis de las proporciones de un cómic. Uno muy malo, por cierto.
Aquí cabían dos soluciones: o el Estado estudiaba y aceptaba el planteamiento de Odebrecht de extender el plazo para presentar la demanda arbitral por la resolución del contrato de concesión del gasoducto, o analizaba la propuesta y la rechazaba por considerar que no había nada que negociar en la confianza de que el Perú ganaría en una eventual controversia ante el Ciadi. En cualquier caso, estaban obligados a utilizar la etapa del trato directo para evaluar posibles salidas y tomar una determinación.
¿Qué es lo que hizo el Gabinete ministerial? El gran bonetón. La decisión fue no tomar ninguna decisión y tirarse la pelota entre ellos. De la ministra de Justicia al ministro de Energía y Minas, y de este a la ministra de Economía, y de aquella al primer ministro. Todos se pasaron la papa caliente y, previsiblemente, el escándalo estalló con el peor resultado posible. Ni siquiera evaluaron la propuesta de Odebrecht y, en la opinión pública, quedó la sensación de una falta de transparencia en una negociación que no era necesario ocultar y la carencia completa de pantalones.
Ahora que estamos en época de carnavales, esperemos que los nuevos portadores del fajín ministerial no tengan miedo a mojarse un poco.